El fútbol es un juego de desequilibrios, de encontrar la luz entre la oscuridad y los espacios entre campos de minas enemigos. Para lograrlo se puede hacer individualmente, por calidad personal pura, regate, arte o velocidad, o todas ellas a la vez, lo más complejo y al alcance de un menor número de jugadores. O hacerlo a través de una propuesta colectiva, de un buen trabajo de grupo en la ocupación de las posiciones, con mecanismos automatizados y movimientos rápidos del balón en busca del resquebrajamiento de la defensa rival. Todo para encontrar el lugar y el sitio exactos. Ese punto desprotegido por el que hincar el diente.

Eso es lo que hizo ayer el Real Zaragoza en el primer gol al Almería, el que abrió el camino de un triunfo bien merecido precisamente por eso: por consistencia y fuerza como grupo. Eguaras recibe el balón cerca de tres cuartos, abre a banda con su habitual clarividencia. Por allí, por esa gatera, entra Benito como cada semana y, equilicuá, aparece el espacio. Centro atrás y llegada al remate de Papu. Gol. Luego Borja Iglesias, con un tanto de recursos (talento, uso del cuerpo y remate de punta de Primera), deja el partido apañado para soportar incluso un error como el del final.

Fue la plasmación del sueño de verano de Natxo González. Que su equipo funcionara con unos engranajes memorizados, que cada cual estuviera en su lugar y el balón acudiera al punto correcto de modo natural. La perfección de lo inevitable. De nuevo en playoff, el Zaragoza alimenta otra jornada su candidatura al ascenso con señales de equipo hecho y maduro.