Es cierto que tenemos demasiadas administraciones públicas, cada una con su correspondiente aparato institucional. Cinco niveles, cinco, ofrecen disfrute y ocupación a los respectivos jefes, paniaguados, probos funcionarios y personal eventual. A saber: el Gobierno de España y sus ministerios, los gobiernos autónomos y sus departamentos, las diputaciones provinciales y sus cosas, las comarcas o similares y sus consejillos y, por fin, los ayuntamientos grandes o pequeños. Un laberinto donde se pierden las buenas intenciones. Porque lo peor de todo no es la existencia de tan compleja superestructura, sino el hecho de que, en muchos casos, los objetivos previos de cada ámbito gestor sean desbordados por la ineficacia, el clientelismo, el enchufismo, el gasto superfluo, las politiquerías y la desorganización. Ninguno de los dos grandes partidos ha querido poner fin al desmadre. El PP, tampoco. Y menos ahora, cuando está en el machito y se dedica a lo mismo que hicieron los otros: colocar gente, regodearse con el poder (macro o micro) y estudiar la mejor manera de conservar tan preciado tesoro.

La aproximación de las administraciones a los administrados (fuese mediante las autonomías o los organismos comarcales) no ha sido tan útil. A menudo, en vez de mejorar la toma de decisiones y la participación, ha servido para satisfacer intereses muy particulares, demasiado particulares. La descentralización, que era una meta razonable y necesaria, ha derivado en un embrollo de competencias, atribuciones, gastos e irracionalidad. Saber que España tiene más aeropuertos que cualquier otro país de Europa o más kilómetros de AVE o más campus universitarios llena de pasmo. Como la proliferación de grandes premios de coches o motos, de edificios emblemáticos, de museos y ciudades de las artes y las ciencias, planetarios, chirimbolos, palacios de congresos, pabellones deportivos... Todo lo cual se contrapone a la poca inteligencia dedicada a promover de verdad las economías locales, a desarrollar auténticos procesos de innovación, a usar el dinero público en inversiones productivas y no en productos de escaparate.