Ayer me vi envuelto en más de una discusión sobre la sanidad pública española, la asistencia a los inmigrantes sin papeles y las consecuencias para toda la población de los recortes que ya están dinamitando el sistema que fue universal y gratuito. Para algunas personas dicho sistema ha de desaparecer porque es inviable, porque no es homologable al del resto de Europa, porque permite toda clase de abusos... porque no nos lo podemos permitir. Los argumentos en esta línea son muy parecidos a los que ha alentado el Tea Party para oponerse con uñas y dientes a la tímida reforma sanitaria de Obama. Razones inhumanas, de un terrible simplismo economicista, sin un miligramo de empatía, de compasión o de lógica. ¿Que se rompe la cohesión social? ¡Que se rompa! ¿Que vamos a un país hostil, descarnado e inseguro? ¡Mejor! Es alucinante.

¿Qué podemos permitirnos y qué no? Ahí radica el quid de la cuestión política. ¿Por qué no se puede mantener la sanidad, la educación y los servicios sociales públicos y sí otros gastos cuya rentabilidad (sea social o económica) es dudosísima? O sea, ¿podemos permitirnos tener la red ferroviaria de alta velocidad más extensa y deficitaria del mundo? ¿Y mantener operativos más aeropuertos que ningún otro país de Europa? ¿Y desplegar por medio planeta tres mil soldados y sus correspondientes equipos? ¿Y pagar (con dinero del contribuyente) cuatro GPs de motos y dos de Fórmula Uno, cada uno de ellos en sus respectivos circuitos de alta velocidad? ¿E insistir en afrontar la sequía construyendo obras hidráulicas que luego se quedan sin uso?

No entiendo que sí aceptemos pagar a escote el agujero que ha dejado la especulación inmobiliaria en el sistema financiero, y no tengamos recursos para curar a quienes enferman, sean pobres o ricos. Por supuesto, al final habrá que priorizar unas cosas u otras. Y yo prefiero mil veces pagar para que un inmigrante o un parado sin cobertura tengan la misma atención médica que cualquiera, que para organizar en Madrid los Juegos Olímpicos del 2020.

(Continuará)