Las cuitas judiciales del expresidente de la CEOE (patrón de patronos, le llamaban los cursis), Gerardo Díaz Ferrán, han abierto la puerta trasera de la crisis y por allí se asoman los curiosos a comprobar que la cosa es bastante más complicada de lo que parece y no cabe explicarla anatemizando simplemente a los políticos (cómplices necesarios pero actores secundarios) porque el barro cae de más arriba, del oscuro cielo del poder fáctico. La poco ejemplar historia de Díaz Ferrán y del testaferro Ángel de Cabo ilustra a todo color la intrahistoria de este país, donde la sistemática reverencia a los amos del dinero ha tenido efectos letales. Ahora, esos efectos se proyectan sobre la sanidad , la educación, los servicios sociales y todo el sector público. Y los mismos que permitieron al copropietario de Marsans quedarse el pastón que puso el Estado para reflotar Aerolíneas Argentinas, truenan ahora contra el Estado del Bienestar al que ven insostenible y contranatura. Aznar, por ejemplo.

Hay que currar mucho más y ganar mucho menos, decía Díaz Ferrán desde la cabina de su yate. Mientras, desfondaba sus empresas aprovechando que la cosa ya se estaba poniendo fea. Pero por increíble que parezca el argumentario ideado por él y por otros como él, ha hecho fortuna.

Tal argumentario plantea que un sueldo por encima de los mil euros mensuales rompe las reglas de la competitividad, que una pensión de más de 2.000 euros atenta contra la lógica económica, que la sanidad pública (una de las mejores del mundo) funcionará mejor con gestores privados, que la enseñanza y la universidad públicas son una mierda (aunque nuestros titulados superiores gocen de excelente reputación en Alemania o EEUU), que en España la gente vive demasiados años, que los intelectuales y artistas son unos piernas (aunque ganen el Oscar)... En fin, que Botín y Ortega tienen pleno derecho a su avión privado, y los demás, si queremos algo, más vale que nos matemos a trabajar, seamos humildes e imitemos el espíritu de sacrificio de nuestros abuelos (cuando estaban domados, no cuando se cabreaban, claro).