Hablar de agua y de ríos en Aragón es tan delicado como sacar a colación la lógica, o no, de las grandes infraestructuras, cuyo poder transformador tanto hemos sobrevalorado en esta bendita (y atontada) Tierra Noble. Es curioso que en estos momentos alucinemos con una crecida ordinaria del Ebro, cuyos supuestos daños no tienen tanto que ver con la naturaleza del fenómeno en sí como con la pésima gestión de una cuenca fluvial reguladísima donde se viene aspirando a canalizar y controlar todo recurso hídrico sin tener en cuenta el coste, la rentabilidad y el sentido común.

Si atendemos a las series históricas, 1.800 metros cúbicos por segundo eran hasta hace muy poco un caudal razonable y normal en determinadas épocas del año. Otra cosa es que últimamente nos hayamos acostumbrado a ver nuestros ríos casi secos, secos del todo... o transmutados en charcos dominado por las algas y las larvas de mosquito y mosca negra (como ocurre en Zaragoza gracias al dichoso azud). Los cauces han sido invadidos (su increíble reducción puede constatarse a través de la fotografía aérea sistematizada a partir de los años 60). La explotación de los pantanos (para regar o producir energía) ha impuesto su ley. Finalmente, la sensación de los habitantes de las riberas toma por excepcional lo normal (esos 1.800 metros cúbicos por segundo) y viceversa (las láminas artificiales de agua muerta) .

Las crecidas son buenas. Depuran las aguas, limpian los cauces, rellenan los acuíferos, colman los pantanos (que sí, que también son necesarios), mantienen el delta y dan fe de que los ríos aún están vivos (o medio vivos). En Aragón no ha habido forma de que conceptos tan sencillos encajasen en el imaginario colectivo. Tal vez porque todos tenemos un abuelo labrador, o porque desde siempre nos hemos cocido en la salsa de las falsas verdades que interesan no tanto a los labradores como a las grandes constructoras, las consultoras de ingeniería, las cúpulas de los sistemas de riego, los políticos facilones (incluidos los sobrecogedores) y los comunicadores oficiosos. ¡Ay, madre... Qué cruz!