En mi profesión se asume ya la teoría según la cual hemos entrado en una era postindustrial, y en ella los viejos mecanismos de la información de masas han hecho crisis y ya no sirven. El declinar de los grandes grupos y medios que hasta hace poco controlaban el mercado de las noticias indica que su modelo de negocio se acaba. No es el periodismo el que hace aguas, sino la organización de diarios, radios o televisiones (sobre todo los primeros) según los métodos productivos del fordismo. La rotativa, esa gigantesca máquina de impresión cuyo arranque nos emocionaba (yo encontré mi vocación viendo y oyendo en mi niñez la vieja Koenig&Bauer que tenía Heraldo en los sótanos de Independencia, 29), es un símbolo del pasado. Ahora sólo nos queda coger nuestro oficio e irnos con él a los soportes digitales, a ver si lo salvamos de la quema.

Internet, nos anuncian, es uno de los excepcionales inventos que transforman el mundo. Como el fuego, la rueda o la máquina de vapor. Bajo su influjo todo es (y será) distinto. No sólo los medios informativos. En realidad, en el mismo barco van las instituciones democráticas, los partidos políticos, la producción de bienes de consumo, la Iglesia Católica (y los demás credos), las doctrinas sociales... Un fantasma electrónico recorre el mundo e impone cambios radicales. Quienes están instalados aún en los paradigmas industriales pretenden aguantar el vendaval como sea. Vean, por ejemplo, a nuestro Rubalcaba intentando recoser los jirones de ese PSOE acribillado por los renuncios, la incompetencia, los EREs fraudulentos y tantas otras cosas. O al nuevo Papa, lanzado a remodelar la imagen del Vaticano con mensajes sociales, un anillo de modesta plata sobredorada y unos zapatos usados. Pero no hay nada que hacer. El futuro ya está aquí.

Sólo las altas finanzas han logrado convertirse en postindustriales por el simple procedimiento de recrear su mejor época preindustrial. A través de internet, el dinero se mueve por el mundo global impulsando con absoluta impunidad especulaciones, tráficos, saqueos y otras maravillas propias del siglo XVIII. Es la crisis.