Una persona de orden justificará la desimputación de la Infanta Cristina porque, al fin y al cabo, ¿cómo iba a saber ella que su marido andaba por ahí pasando la gorra (¡y que gorra!)?. Y dirá lo mismo de la ministra Mato, otra cónyuge ignorante de su afortunada condición. ¡Ah!, pero si se trata de investigar la complicidad de la mujer del exministro Blanco con las presuntas trápalas de su marido... ¡entonces sí!, ¡por supuesto! No todas las señoras son iguales. Unas son conscientes (y también culpables, ¿no?) de haber compartido con su media naranja el fruto de sobornos y tráficos de influencias; otras disfrutaron del dinerito, pero lo hicieron inocente e incluso inconscientemente. Ja, ja, ja.

Esto no es nuevo. En los Ochenta, cuando se llamaba la atención sobre lo que parecían evidentes actos de terrorismo de Estado en la lucha contra ETA, muchos bienpensantes replicaban airados que el fin justifica los medios... y no se hable más. En los Noventa, la misma gente se rasgaba las vestiduras ante los crímenes del GAL... porque podían servir de palanca para desmontar a Felipe González. Eso sí, del Batallón Vasco Español y otros fantasmas no querían ni oír hablar.

La España conservadora pretende recrear dos códigos, dos versiones del Estado de Derecho, dos maneras de entender qué es delito y qué no. Una de dichas visiones (la blanda) les atañe a ellos; otra (la dura), a los demás.

Les pongo un ejemplo muy gráfico. En una manifestación celebrada en Madrid, Bono, a la sazón ministro de Defensa, fue rodeado, empujado y golpeado por un grupo de obvios ultraderechistas. El incidente lo vio toda España, tras ser captado por las televisiones. Pues bien, cuando se identificó a los agresores, militantes del PP, éstos fueron llamados a Comisaría para prestar declaración. La derecha política y mediática consideró tal citación un atropello policial, un delito de detención ilegal. Se pidió la cabeza de los policías involucrados. Y quienes entonces armaron semejante marimorena hoy quieren calificar como atentado unos escraches en los que no se achucha ni se empuja ni se agrede a nadie ni a nada. La ley del embudo.