Las conclusiones respecto a lo que pasó en Plaza deberían ser un poquito más complejas y profundas que el habitual desahogo contra los políticos y los no menos habituales cruces de invectivas entre los hunos y los otros. Si en la plataforma logística, orgullo del desarrollismo zaragonés, pudieron hincharse (presuntamente) facturas y certificarse obras falsas, fue por la misma razón que el Instituto del Agua pagó trabajos jamás realizados en La Muela, o por la que los intentos de crear un gran polígono agroindustrial en Mallén acabaron haciéndonos rotos monumentales: porque alrededor de la DGA flotan organismos y sociedades públicas cuyas cuentas son un misterio, cuyos contratos son de todo menos transparentes y cuyos directivos, designados a dedo por los jefes de turno, hacen y deshacen a su antojo. Solo el conjunto de las citadas sociedades públicas ha generado un agujero negro capaz de engullir cientos de millones de euros (¿400?, ¿500?, ¿600?... no existe ningún cálculo preciso).

El problema es que aquí nadie ha querido llamar a las cosas por su nombre. El conjunto de proyectos desarrollados desde organismos y empresas como Plaza, Zaragoza Alta Velocidad, Aramón, Motorland o el Instituto del Agua ha sido percibido de forma positiva por una opinión pública sofronizada y sometida al catálogo de lugares comunes y de mentiras integrados desde hace decenios en el catálogo oficial.

Muchos aragoneses comulgaron (y comulgan) la mar de a gusto enormes ruedas de molino. Con argumentos simples, falsos pero muy eficaces, se convenció a la ciudadanía de que se hacían muchas cosas y todas por su bien. La gente compró el paquete. Incluso creyó a pies juntillas en ridículas quimeras tipo Gran Scala. Cómo están las cosas, que hace cuatro días instancias judiciales de la Tierra Noble no hallaron nada reprochable en la gestión de Plaza. Menos mal que el caso cayó en la Fiscalía Anticorrupción (en Madrid), donde los presuntos no tienen, según se ve, primos, amigos ni conocidos.

Y ahora, a rabiar. Ya te digo...