Cada fin de semana, los jefes aprovechan reuniones del partido, asambleas, foros económicos y otros eventos amables, además de entrevistas en los medios, para echarnos el discursito. Sus argumentos precocinados y sus frases cliché caen a peso sobre una opinión pública devastada por las consecuencias de la crisis. Pero más allá del hartazgo que puede provocar escuchar a los presuntos picos de oro que manejan nuestras cosas (hablo de políticos pero también de empresarios, gurús de la economía y otros pájaros), merece la pena escucharles con alguna atención. Entonces se descubre su terrible mediocridad y cómo la sucesión en los liderazgos ha ido produciendo una constante pérdida en la calidad del material humano y profesional que accede a las distintas cúpulas.

Me ha dejado estupefacto, por ejemplo, el papel del Rey (en plasma y diferido) y de Rajoy en la llamada Cumbre Iberoamericana, un encuentro devaluadísimo al que ya no se molestan en ir los máximos mandatarios de los países más relevantes. La aparición televisual de un Juan Carlos I avejentado y enfermo resultó lamentable. En cuanto a nuestro jefe del Gobierno, su cantinela de que España vuelve a ir bien y de que el Borbón es una figura esencial para la comunidad hispanoparlante dio simplemente pena. Vistos ambos (monarca y presidente) a través de los oficialistas ojos de TVE-Nodo, aparecían como los mascarones de proa de este desastre que es hoy España.

Claro que luego vino la entrevista a Zapatero en La Sexta. ¡Madre del Amor Hermoso! ¿Cómo pudimos creer que este hombre, pese a su clamorosa sosería, tenía algo? El ex aparece hoy como el ser insustancial y vacío que es o que quizás siempre fue.

Este es el resultado de vuestra Transición, dicen algunos. No exactamente. Es más bien la consecuencia de un fracaso arriba (el de quienes manejan las grandes instituciones y entidades) y abajo (el de una ciudadanía desorganizada y absentista). Amos y jefes han elevado la ineficacia, la vaciedad y la codicia a categoría de virtudes públicas y privadas. Y así nos va.