Imagínense una sala subterránea, muchos metros por debajo de la arena del desierto, a la que consiguen penetrar los ladrones de tumbas. Imagínense los nichos con estatuas simbolizando a los esposos muertos, y más allá la estatua sedente de un escriba con su cálamo y sus útiles de trabajo. Imaginemos los pictogramas con la barca solar navegando por las aguas del inframundo, y al dios Thot, inventor del arte de escribir, soberano del tiempo y ayudante de Osiris, portando los símbolos que intercederán por las almas perdidas. Contemplemos, con los ojos de la leyenda y de la historia, las figuras de Anubis custodiando la puerta ultraterrena, y sobre su dintel el ojo de Horus, clarividente y divino, y, quizá,súbitamente encolerizado frente a la irrupción de los ladrones de tumbas.

La recientemente aparecida novela de Antonio Cabanas, que se acoge, precisamente, a este título, El ladrón de tumbas , nos propone, más que un paseo, una verdadera inmersión en la corte faraónica de Ramsés III, el último de los grandes semidioses que rigió el país del sagrado Nilo.

Las múltiples peripecias o aventuras de una dinastía de saqueadores sirve al autor como hilo conductor de la trama narrativa, que se revela en todo momento como muy entretenida y variada, adobándose con multitud de episodios y escenas de toda índole cuya suma nos depararía como resultado una visión globalizadora, muy completa, del período histórico elegido por el autor como escenario de la acción.

El esplendor dinástico de los últimos faraones queda patente en los rituales fertilizadores de las aguas del Nilo, o en la minuciosa descripción de la complicada administración estatal que rodea, sustenta y hace funcionar la doble corona de los ungidos por la divinidad. Una administración, una civilización, la egipcia, que en pocas ocasiones había sido objeto de una descripción tan minuciosa, documentada y colorista como la que aquí nos ofrece, en su deslumbrante debut, el español Antonio Cabanas.

La crítica especializada ha saludado con merecidos elogios la aparición de esta extensa novela, de género netamente histórico, pero con la peculiaridad de estar narrada desde abajo, desde las capas humildes de la población, desde la visión del pueblo. Ese punto de vista, raso, verídico, aporta al relato no pocas dosis de credibilidad, y algo así como una tensión distinta. Porque los protagonistas, Nemenhat, Sehpsenuré, no son príncipes, ni nobles, ni acreditados escribas, ni recaudadores de impuestos; ni siquiera ricos comerciantes, sino humildes egipcios cuyas vidas, carentes de relieve y valor, transcurren entre innumerables fatigas, entre obligadas levas, entre trabajos forzados. Y, como a través de una raya de celofán que atravesase el desierto, en medio de un paisaje lineal de poblados campesinos, de ciudades de barro, de animales, de imponentes tumbas alzadas o excavadas para cimentar la monarquía teocrática y acreditar la inmortalidad de sus detentadores, cómplices de la eternidad, los vemos vivir y morir.

Una novela intensa, que se lee con placer y con una vaga inquietud: la misma que debieron sentir los ladrones al profanar la tumba del faraón.

*Escritor y periodista