Cuando en septiembre del 2008 llegó el Papa Ratzinger a París, se encontró con un presidente conservador, de la derecha europea, como era Nicolas Sarkozi, que le recordó que Francia es un país laico. El Papa llegaba avisado, conocedor de sobras de que Francia, practicante masivo de una religión católica, presume de paso, de ser el país europeo más fervorosamente defensor de la privacidad religiosa. Benedicto XVI abogó por "una nueva reflexión sobre el significado de la laicidad". Sabía dónde estaba y lo que se esperaba de él.

No ocurre lo mismo con España. Aquí se encuentra en terreno abonado, para amenazarnos con el fuego del infierno por nuestros abominables pecados. El Papa ocupará durante unos días todo Madrid, mostrando su bondad y su caridad cristiana. Habrá mucho recogimiento. A su vera, dicen sus defensores, crece el bienestar y el negocio, para paliar lo que el Estado Español abone para su visita. Hay más negocios directos; cuando llegó a la Valencia del fervoroso Camps, unos cuantos amiguitos suyos se llenaron los bolsillos directamente. ¿No es un milagro?

La religión. Un asunto privado, individual, un asunto muy íntimo el de la fe, un hilo directo entre la persona y su dios. Con poca alharaca. Con recogimiento. De puertas adentro. Todo eso me merece el máximo respeto. Lo otro es ingerencia. A eso teme precisamente el gobierno de Esperanza Aguirre, cuando fulmina la presencia de los indignados de las plazas. Habrá lío. Porque esos perroflautas tienen los mismos derechos a mostrar su descreimiento. Y con el mismo ruido.