Son tantos los destrozos políticos, sociales, económicos y morales causados por esta Gran Recesión económica que los sociólogos, filósofos, historiadores, economistas y los especialistas en ciencias sociales tienen un inmenso material para reflexionar en el futuro. Como señala Joaquín Estefanía en un reciente libro La economía del miedo, el economista y premio Nobel, Joseph Stiglitz en un informe realizado a instancias de la ONU en torno a "qué tipo de sistema será capaz de traer el máximo beneficio a la mayor cantidad de gente", concluía que la crisis económica ha hecho más daño a los valores fundamentales de la democracia "que cualquier régimen totalitario en tiempos recientes". Es cierto, si observamos los cambios de gobierno, sin consultar al pueblo, en Grecia o Italia; la reforma del artículo 135 de nuestra Constitución, el incumplimiento de los programas electorales... Son los mercados, agencias de calificación y bancos centrales los que gobiernan, por lo que las decisiones de los representantes políticos están cada vez más desconectadas de los ciudadanos. A los gobernantes se les felicita cuanto más traicionan y castigan a sus electores.

Se ha extendido como un auténtico tsunami en la mayoría de la sociedad un miedo aterrador, propiciado por el bombardeo de continuos mensajes en los medios de comunicación. "Rajoy: "Lo que viene es muy difícil". "Aragón alcanza ya los 100.000 parados". "La Seguridad Social pierde 111.782 afiliados en noviembre y peligra su superávit". "El miedo regresa a los mercados". Así se entiende que todos estemos atemorizados por nuestro futuro, cada vez más negro. Se esfuman todas las certezas, ya no tenemos garantía de nada, todo supone precariedad y desasosiego. Bauman habla de sociedad líquida, la sociedad contemporánea es aquella en la que nada permanece; todo es precario, vacilante e incierto. Hay un temor generalizado: los que tenemos un trabajo a perderlo y a no tener garantizada una pensión en el futuro; los parados a no tenerlo nunca; los jubilados a no poder mantener el nivel adquisitivo de sus pensiones; y todos a la perdida de las prestaciones del Estado de bienestar. Ya no existe confianza en el Estado para protegernos de los ataques implacables de un mercado desbocado, ni tampoco en los partidos políticos ni en los sindicatos. Hemos interiorizado un sentimiento de culpabilidad, como si fuéramos los únicos responsables de la crisis actual. Esto nos pasa por "haber vivido por encima de nuestras posibilidades". Nosotros somos los culpables: el parado por no buscar trabajo o no aceptar un salario de miseria, el desahuciado de su vivienda por haber suscrito una costosa hipoteca, el mileurista o el becario perpetuo por falta de profesionalidad o preparación. Somos los culpables, y tenemos que pagar por ello. Lo grave es que lo asumamos. Debemos culpar a quien corresponde. De lo contrario, harán aún más daño en años venideros.

TAMBIÉN SE HAN expandido la insolidaridad y un egoísmo individualista, del "sálvese quien pueda", viendo en los otros a unos peligrosos rivales que nos pueden perjudicar nuestro nivel de vida. El que trabaja en la empresa privada se alegra de la reducción del sueldo de los empleados públicos; los que trabajan o los pensionistas se quejan del subsidio de desempleo para los parados; estos ven como rivales a los emigrantes. La construcción de un enemigo exterior nos impide ver que los intereses de unos y otros, de los inmigrantes, de los trabajadores, de los parados y de los pensionistas son comunes y así no surge una conciencia de solidaridad entre ellos. Por ende, se ha desactivado cualquier conato de lucha o de reivindicación para mantener nuestra situación, a mejorarla hace tiempo que hemos renunciado. Nuestro miedo sirve para que los auténticos culpables de la crisis duerman tranquilos. De esta minoría que se enriquece cada vez más a costa del empobrecimiento de muchos otros, no cabe esperar nada para una mejora del conjunto de la sociedad. Y es así porque como pronosticó Christopher Lasch en su libro La rebelión de las élites y la traición a la democracia los grupos privilegiados del ámbito político y financiero, han decidido liberarse y despreocuparse de la suerte de la mayoría y dan por finalizado unilateralmente el contrato social suscrito tras la II Guerra Mundial que les unía como ciudadanos, aunque no lo hicieron por sentido de solidaridad, sino por miedo a la rebelión de los trabajadores. Hoy las élites han perdido la fe en los valores, mientras que las mayorías han perdido interés en la revolución.

Como dice Josep Fontana en su reciente libro Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945, de finales del siglo XIX hasta los años setenta el capitalismo llegó a pactos que desembocaron en el "Estado del bienestar", pero las diferencias sociales se han acentuado en las últimas décadas y nos hemos encaminado hacia un capitalismo salvaje. Sin el pacto social, el capitalismo no se salvará. Pero los de arriba nunca lo harán por su propia voluntad. El sistema solo cambiará si los de arriba tienen miedo. Los que han de pensar en que hay que cambiarlo son los que están peor que nunca. No sabemos si lo que está naciendo en las bases, como el 15-M, acabará dándoles miedo. Eso depende de que sean capaces de extender la convicción de que las cosas han de cambiar a un conjunto amplio de la población.

Profesor de Instituto