Salieron a la calle el 8 de marzo y también en repulsa por la sentencia de La manada. Las vemos en las redes, en las aulas, en los bares, comprando libros feministas, esos que ya ocupan lugares destacados en las librerías, esos que buscan los sellos editoriales. Algunas se conforman con lemas de pancartas, de camisetas, y dejan que su herencia de discriminación las cargue de razones. Las llaman censoras, inquisidoras, cuando no locas. Pero los señores que se quejan, muchos cultos y poderosos, que repasen las historias de las revoluciones y el primero que encuentre tibieza en la lucha que levante la mano. Algunas son hijas y nietas de feministas, todas lo son de mujeres oprimidas. Con ellas también caminan ellos. Hijos y nietos herederos del poder. Porque incluso los que fueron oprimidos tenían una mujer a la que someter. Y no es la culpa heredada o los crímenes y las atrocidades de su género lo que les lleva a abrazar el feminismo, o no solo eso, también se reconocen víctimas de unos estereotipos que tienen mucho de yugo. Son ellas, son ellos, son jóvenes, se saben acompañados de muchos que ya llevan décadas de lucha, tienen un destino, han mamado ansias de libertad, les cuesta encontrar un lugar en una sociedad que no sabe cómo hacerles un hueco y tejen alianzas que pretenden huir del control del sistema. Sacan lumbre a viejas ideas, pero todas las que no pasan por sus manos envejecen sin remedio. Los políticos y el mercado les siguen los pasos, pero aquí no se admiten líderes ni mesías. Ninguno fue nunca redentor de las mujeres. Se está haciendo historia. H *Escritora