Hace unas semanas sufrí un infarto. La mañana en que sucedió viví momentos de verdadera angustia ante la incertidumbre de lo que iba a suceder. Tuve suerte, mucha suerte. Pero la suerte no es una cuestión abstracta, es algo que tiene mucho que ver con el lugar que habitas. Tuve suerte porque supe interpretar los síntomas y llamar inmediatamente a una ambulancia. Tuve suerte porque el infarto tuvo la gentileza de esperar la llegada de la ambulancia y desencadenarse cuando ya estaba en su interior, monitorizado y con un equipo médico atento. Pero tuve también la suerte de vivir en un país con una sanidad pública puntera y capaz de responder con velocidad ante una situación como esta. Tuve suerte de que me ocurriera en Zaragoza, a pocos minutos de un hospital sólidamente equipado. Tuve suerte de ser atendido por profesionales muy formados y competentes. Es decir, hay una parte de esa suerte que procede del azar, otra que es fruto del esfuerzo de toda una sociedad que sabe distinguir lo importante de lo accesorio y que se aplica a mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos.

Nunca antes había tenido una experiencia en primera persona tan intensa de la sanidad pública. Ya había visto, en familiares hospitalizados, una atención de calidad y un trato de enorme cercanía y dedicación. Pero vivirlo en primera persona es, sin duda, diferente. Y así he sido testigo de primera mano de la pericia de los servicios de Urgencia del Miguel Servet, de su unidad de hemodinámica, cuyo responsable, el doctor Diarte, me atendió para realizarme un cateterismo. Ver cómo alguien resuelve un problema en que te va la vida con tremenda eficacia y explicándote serenamente cada paso que da, no tiene precio. La atención en la UCI del Royo Villanova, coordinada por el doctor Gabriel Tirado, fue impecable, lo mismo que en la planta de Cardiología, a pesar de las carencias de material que se adivinaba en las conversaciones. La cercanía de todo el personal, en unos momentos difíciles, es algo que se agradece sobremanera.

Siempre he sido un firme defensor de la sanidad y la educación públicas. Pero tras mi experiencia de estos días, me parecería un verdadero crimen social que perdiéramos algo que nos coloca entre las sociedades privilegiadas del planeta. Pocos países pueden presumir de una sanidad de la calidad de la española. Con sus defectos, sin duda, con sus listas de espera, con sus insuficiencias. Pero, aun con eso, sigue siendo un pilar básico de una sociedad avanzada y, también, democrática. Porque una de las señas de identidad de una democracia es que la ciudadanía tenga condiciones de igualdad de acceso a los bienes sociales. Y la sanidad es uno de esos bienes básicos.

La sanidad no puede ser un negocio. La atención que recibamos no debe depender de la poliza que hayamos contratado, es decir, de nuestro nivel de renta. Los tratamientos que se nos realicen no pueden estar sometidos a criterios de rentabilidad económica, sino de eficacia terapéutica. Hay cosas demasiado importantes como para que las sometamos a las perversiones del mercado y a la mala voluntad de los que hacen del negocio, y no del servicio, su único horizonte social.

Por eso mi elogio es un elogio interesado. Interesado individual y colectivamente. Solo una sociedad muy engañada y manipulada podría dar el visto bueno, con su voto, a la pérdida de un bien social tan necesario y vital como la sanidad pública. Puede entrar dentro de la lógica que un pequeñísimo porcentaje de la sociedad quiera hacer de la salud un negocio, pero para la inmensa mayoría de la ciudadanía el carácter público y universal de una sanidad de calidad debiera ser un objetivo ineludible. No nos engañemos: nadie que atente contra la sanidad pública defiende el bien común, sino un mezquino interés particular.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza