En el 2009, el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, lanzó la idea de peatonalizar Times Square. El espacio más visitado del mundo, con 131 millones de personas al año -la Rambla ronda los cien-. Pero lo hizo de forma provisional, con sillas de plástico y solo los fines de semana, porque los comerciantes estaban en contra, tal como había sucedido aquí en los años 80. En estos temas les llevamos mucha ventaja. Como el experimento fue bien, al año siguiente decidieron hacer un proyecto definitivo. Para ello eligieron al grupo de arquitectos noruego Snøhetta, que concluyó su delicado cometido poco antes de las pasadas campanadas de fin de año. The New York Times habló de «europeización de la ciudad americana», es decir, de la llegada por fin de cierta sensibilidad urbana a un país entregado con fruición al dictado del automóvil. Además de mejorar el espacio, no hubo ninguna catástrofe. Al contrario, las tiendas aumentaron ventas y disminuyeron los accidentes. Se pasó en la zona de un promedio de 62 accidentes al año a 37 a partir del 2014. Pero desgraciadamente el pasado mes de mayo un conductor embistió a la muchedumbre, hiriendo a 22 personas y matando a una chica, lo que desbarató la estadística. No fue un terrorista, sino un veterano de la Navy -no, no es una película- con traumas bélicos. Al día siguiente todos cargaron contra el diseño del nuevo espacio, reclamando bunquerizarlo. Pero el espacio se quedará como está, no hay vuelta atrás, imposible proteger cada plaza.

Ojo con levantar vallas, plantar macetas o diseminar bolardos de forma impulsiva. Así no se hace ciudad sino que se entorpece y colmata. La prevención del terrorismo o del accidente no puede dictar nuestra morfología urbana. Confiemos en la acción política urbanística y no en el parche. H *Periodista