El desarrollo sostenible y la interdependencia entre países facilitan el progreso y hacen indeseable el riesgo de conflicto. A ello pretenden contribuir el comercio y los límites del crecimiento. Los lazos que fortalece el primero deben ser acompañados por una revisión del modelo de consumo. La caída del Muro generó la oportunidad ideal: permitía la revisión del capitalismo sin poner en peligro su existencia y facilitaba la transferencia de recursos desde las sociedades acomodadas a las más pobres, construyendo una prosperidad compartida dentro de los límites ambientales.

Es una propuesta política cuya aparición consagra la idea de un Norte y un Sur, reconoce responsabilidades históricas y desplaza la línea divisoria entre mundo comunista y mundo libre que marcó la tensión política desde 1945. De la globalización del comercio se espera la reducción de las diferencias y mantener la paz; de las convenciones de Río, que los contaminadores hagan frente a su responsabilidad histórica.

Sin embargo, no es fácil trasformar el papel de Estados acostumbrados a evaluar su interés nacional y, en su caso, prepararse para la guerra. La diplomacia ambiental no requiere las mismas capacidades que la del consejo de seguridad. Cambia también el tipo de exigencia y el modo en que se construye la agenda: hace falta formular colectivamente el problema -incluyendo los derechos de las generaciones futuras- y, luego, buscar soluciones. Tenemos que hacer visible el desafío, delimitar los riesgos aceptables y facilitar las respuestas. Es un ejercicio apasionante de aprendizaje colectivo, pero el paso del tiempo juega en contra.

Mientras tanto, la mundialización se ha acelerado sin ajustarse a los límites del crecimiento. La adhesión de China a la OMC ha enriquecido su economía y la de sus socios gracias a las importaciones a buen precio. El país se ha convertido en el campeón mundial de la contaminación y el primero en sufrir las consecuencias sociales y ambientales del enorme desequilibrio en el que está basada su economía.

Su ejemplo hace visible el desafío a la división clásica entre contaminadores históricos y futuros contaminadores y precipita la implosión de un multilateralismo desequilibrado. El crecimiento del PIB no equivale a mayor prosperidad ni, mucho menos, a equidad o inclusión. Al contrario, el descuido de aspectos básicos ha permitido una mayor concentración de riqueza, más desigualdad y mayor degradación del entorno; fragilizando las clases medias, el medio ambiente y la economía. A pesar de los avances, perduran grandes bolsas de marginación y desesperanza para las que no parece haber respuesta: nacen el Norte Global y el Sur Global.

A ello se suma en el 2001 el ataque a las Torres Gemelas, marcando el final de la paz liberal y de un mundo sin enemigos. El sueño de un futuro próspero se ve ensombrecido por la reticencia. Aparece una creciente falta de confianza en las instituciones y en un otro de perfiles difusos y cambiantes. Impactos tan grandes y en tan poco tiempo facilitan la contestación al statu quo y a la ciencia en que los decisores dicen basarse. Es terreno abonado para el populismo: Trump se dirige a personas convencidas de tener mucho más que perder que expectativas sobre lo que pueden ganar. El conocimiento deja de ser el motor de la tierra prometida y, en su lugar, surge una campaña agresiva en su contra. Es una manera más de expresar la decepción y desconfianza que el votante excluido de la mundialización siente hacia instituciones y élites. La voluntad de construir un futuro común se debilita y convierte en vector de división.

¿Qué cabe esperar de esta nueva era turbulenta, llena de contradicciones, con algunos signos de esperanza y muchos interrogantes? La dinámica ha cambiado para siempre. El Estado nación ya no es el único invitado: no se le reconoce ni exclusividad ni infalibilidad. Y el espacio que no ocupa es cubierto por otros. Las actitudes y valores ciudadanos, las empresas y los inversores, los líderes sociales y políticos locales desempeñan un papel cada vez más relevante. Paradójicamente, esta diversidad y sus potenciales contradicciones ofrecen una nueva oportunidad al Estado, que debería recuperar su papel de árbitro y tutelar el interés general garantizando la protección del más débil. Pero ¿dispone el Estado de instituciones, funcionarios y herramientas con la capacidad necesaria para abordar la situación?

Más vale, porque no es posible un retorno a la época en que seguridad y estabilidad eran definidos en función de un interés nacional aislado susceptible de ser defendido con éxito por la fuerza. Se engaña quien piense que es una opción: no lo es ni aunque aceptáramos sus riesgos y costes.

*Directora del IDDRI-París y analista de Agenda Pública.