Por una vez, los opinadores más desprejuiciados y agresivos de ambos extremos ideológicos tienen bastante razón: hemos llegado a un punto en el que no hay manera de saber qué puede ser tomado a broma y qué no. ¿El acento andaluz de doña Susana Díaz? ¿El rictus sicariote (de sicario e Iscariote) de Rafael Hernando? ¿Las chorradas de Pablo Iglesias cuando se raya? ¿El independentismo catalán en versión Puigdemont? ¿La misma cosa soberanista cuando la portavoz de la CUP, Anna Gabriel, la justifica como una forma de avanzar hacia la desaparición de la propiedad privada? Nos reímos de los hombres?, ¿de las mujeres?, ¿de los homos?, ¿de los heteros?, ¿de nosotros mismos?, ¿del vecino?... Caray

Una vez, hace años, fui de monitor en una expedición montañera protagonizada por discapacitados intelectuales. Al principio estábamos un poco rígidos por aquello de la corrección debida. Luego empezamos a reirnos todos de todos (y de todas). Nos lo pasamos genial porque el buen humor y la dureza de la travesía nos hermanó y unió con los lazos de la amistad y el apoyo mutuo.

El humor basado en el neocostumbrismo también parecía una buena oportunidad de que vascos, catalanes, andaluces y madrileños se descojonaran en un fuego cruzado de lugares comunes. Eso los aragoneses lo hemos tenido siempre muy trabajado, porque nos hemos ofrecido de manera sistemática para ser la risión de las Españas (como los del Sur, pero sin ese gracejo suyo) y hemos convertido en un símbolo identitario a Paco Martínez Soria, cuya comedia cazurra (retrógrada a más no poder) siempre me puso un poco nervioso. En cualquier caso, los chistes basados en estereotipos regionales (o nacionales si les place) son preferibles a la hostilidad mutua entre pueblos que comparten siglos de historia, visitas mutuas, amores, cabreos y deshueves.

Soy firme partidario del humor, de la ironía, del sarcasmo incluso. Y de la mala leche, el veneno y la profanación. Existen límites, claro. Pero en esta vida siempre es preferible reír que llorar.