Recientemente he impartido minicursos de filosofía en algunos colectivos políticos y vecinales y he detectado un fuerte pesimismo sobre la situación actual. Y no solo pesimismo, también desmoralización. La crisis actual es también moral en los dos sentidos, anímico y ético. La crisis económica que padecemos sería más llevadera si hubiera al frente de la sociedad unas instituciones y unos dirigentes dignos que tuviesen credibilidad para pedir sacrificios a la ciudadanía. Es obvio que los cinco años que llevamos soportando la crisis dan razones más que suficientes para el pesimismo y el escepticismo (diferenciar los dos conceptos: el primero es anímico y el segundo, racional). Sin embargo, es una exageración afirmar que nunca hemos estado tan mal. Incluso algunos comparan en negativo esta con otras épocas anteriores. Yo sostengo que nunca España ha disfrutado de un bienestar como en los últimos treinta años. Otra cuestión es la regresión de los últimos cinco años

Si queremos comparar épocas hay que tener una equilibrada perspectiva histórica y que la comparación sea entre secuencias temporales significativas. La crisis actual, que, reitero, es sistémica y, por lo tanto, significa un final de ciclo en todos los órdenes de la vida, exige un cambio de paradigma y, en consecuencia, un cambio de mentalidad para adaptarnos al nuevo modelo, cuyas características intuimos pero aún desconocemos. Las explicaciones simplistas de lo malos que son los bancos, los mercados, los políticos, los..., son simplificaciones groseras de una realidad compleja. Porque es cierto que lo que está pasando en el mundo desarrollado occidental ha tenido causas perfectamente explicables. Entender la crisis como el rapto de la política por la economía es no entender lo que está sucediendo. Es la política la que se ha dejado secuestrar por la economía para justificar su dejación de responsabilidades.

El siglo XX ha sido un siglo muy frágil sociopolíticamente. Sus notas más destacadas son dos guerras mundiales; el fracaso de la Sociedad de Naciones; el fracaso de la ONU, que evita las guerras en el primer mundo a costa de exportarlas a otros lugares estratégicamente seleccionados; el fracaso del modelo económico-político comunista y su desmoronamiento en 1989. Todo ello, más la revolución cibernética, obliga a una recomposición geoestratégica mundial. De ahí la globalización. Y esta es la característica más profunda del momento actual. Depende de quién dirija la globalización, la estrategia que siga y la prioridad en sus objetivos, tendremos una globalización positiva o negativa para los intereses de las mayorías. Es el modelo de globalización lo que hay que modificar.

Por todo ello, y en línea con Gramsci, me declaro un escéptico optimista, escéptico cuando razono y optimista cuando actúo. Hay que dejar de mirarse el ombligo y trabajar por el futuro, que es la mejor manera de trabajar por el presente. Hay que regenerar todos los organismos y mecanismos que han sido útiles hasta ahora, sobre todo las instituciones públicas, de las que el Estado opera como clave de bóveda. Ellas son el fundamento de todo lo demás. Es urgente la regeneración institucional. Y para que esto sea posible hay que cambiar de mentalidad. La creencia de que nos han quitado lo que nos correspondía y nos lo tienen que devolver, es una creencia infantil que no resiste una mínima prueba racional.

Los humanos hemos inventado muchas cosas para nuestro desarrollo científico, económico y social. Entre ellas, la política. Sucede que el formato político actual no sirve para un futuro que ya está aquí. La desafección y la protesta social no son más que un indicio de que la solución no es la que estamos aplicando, aunque todavía no sepamos cuál sea la correcta. Los partidos políticos, los sindicatos y todas las organizaciones sociales pasan por una transición dura hacia la búsqueda de su nueva identidad y andan a la búsqueda de un discurso y un programa que se resisten. Pero han perdido el sentido de Estado: un Estado fuerte, racional, justo distribuidor de las plusvalías económicas y garante de una igualdad básica para todos. Parodiando a Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió el Estado? Por eso, en esta situación, y dada la tozudez de las cúpulas en no modificar su estrategia, ya sea por ignorancia o por interés, yo optaría por una opción biológica: incorporar a los jóvenes a la estructura en que se toman las decisiones. Ellos, a pesar de su lógica inexperiencia, poseen una nueva forma de mirar y están, por lo tanto, facultados para configurar otra cosmovisión, un futuro nuevo que, además, es el suyo. Los jóvenes no son un problema, sino la solución a nuestros problemas.

Profesor de filosofía