¡Qué bonito es el Mediterráneo desde la atalaya de una espléndida terraza europea frente al mar! Y qué desvergüenza la de quienes seguimos contemplando las olas sin ver que llevan sangre de miles de migrantes hundidos mientras perseguían un sueño. Olas que huelen al sudor de hombres y mujeres que se echan al mar para frenar el tráfico esclavista del siglo XXI y se enfrentan a la reglamentación de los gobiernos. Es verano, toca gastarse la extraordinaria en las vacaciones y no estamos para marchas de protesta en defensa de las oenegés que empeñan sus recursos y a sus gentes en rescatar a los que huyen de la guerra, la violencia y el hambre. Los estados tienen en nuestra inacción la excusa perfecta para arremeter contra ellas e impedir que dejen en sus costas la carga que han sacado del mar. Policías y guardafronteras, pagados con nuestros impuestos, están para protegernos a nosotros, y ellos, los refugiados, no son nosotros.

Nuestra conciencia sufre cuando de pronto aparece el cadáver de un niño en una de nuestras playas. Apoyamos y aplaudimos que las oenegés hagan el trabajo que no hacen nuestras patrulleras, que tienen misiones más importantes que salvar las vidas de los otros; pero las conciencias, como los Gobiernos, son cortoplacistas y no soportan las tragedias ajenas durante mucho tiempo.

Es indecente el peloteo de los gobiernos europeos pasándose los refugiados de unos a otros y todos mirando hacia otro lado para no cumplir con sus obligaciones humanitarias. Mientras los barcos de las oenegés dan tumbos sin poder depositar a los rescatados, la Organización Internacional para las Migraciones denuncia que la intolerancia de nuestros gobiernos lleva a las mafias a echar al mar a los que transportan. Tan solo el miércoles y jueves de la semana pasada arrojaron por la borda en el golfo de Adén a 300 somalís y eritreos que soñaban con alcanzar el Mediterráneo. La media de edad de las víctimas era de 16 años.

La mente humana tiene una facilidad enorme para abstraerse y desterrar lo que no le interesa; para olvidar que años atrás nosotros o nuestros padres o los padres de nuestros padres también sufrimos miseria, guerra y exilio, pero la Historia enseña que no hay fortaleza invulnerable. Si queremos construir un mundo de progreso, no podemos permitir que nuestras aguas se llenen de cadáveres. Si en el siglo XIX fue posible acabar con el tráfico de esclavos, tenemos medios para erradicar el de migrantes en el XXI.

*Periodista