Quitarse de en medio con un rifle es raro pero no imposible, sobre todo entre quienes conviven de forma natural con las armas. Se han dado casos, algunos notorios, como el de Ernest Hemingway: el domingo 2 de julio de 1961 el premio Nobel de Literatura se disparó en la frente con una escopeta de doble cañón en su casa de Ketchum, en Idaho, un lugar solitario e ideal para practicar la caza, la afición que tanto le había apasionado.

Miguel Blesa, el expresidente de Caja Madrid, ha encontrado la muerte en parecidas circunstancias, en un paisaje que encarna a la perfección la prepotencia ancestral del señoritismo andaluz. Un final trágico, sin duda, tras el que no faltarán voces que culpen al acoso mediático, como sucedió con Rita Barberá. Con el debido respeto a sus allegados, resulta inevitable preguntarse qué pasó por la mente de Blesa en el segundo exacto en que cerró los ojos, justo antes de saltar al vacío del suicidio, un acto de pura desesperación cuando la existencia se ha convertido en una carga insoportable. Si la cuestión apunta a los límites de lo que uno es capaz de aguantar, ¿cuál fue el tope del banquero? Puede que no resistiera la probabilidad de volver a la cárcel o la renuncia definitiva a una vida fácil, de lujo y despilfarro, o bien que ya no le cogieran el teléfono los viejos amigachos que tantos favores le debían. También merece una pizca compasión -el único sentimiento que nos hace humanos-, aunque él mismo se la negara a los preferentistas, a las víctimas de las cláusulas suelo. Aun así, la muerte no redime de nada. H *Periodista