Acabo de poner fin a la tramitación de una herencia. No crean ustedes que el testamento incluía un gran patrimonio. En absoluto. Pero las idas y venidas, cauciones administrativas, comprobaciones, documentos notariales y autoliquidaciones nos han llevado de culo a mi hermano y a mí. De lo que se ha pagado por plusvalías y sucesiones no digo nada. Soy un señor que prefiere cotizar lo que toque y reservarse el derecho a criticar sin piedad a quienes gestionen mal el fondo común. Pero sí quiero reseñar el carácter prolijo de los trámites y la imposibilidad de saltárselos a la torera. Si eres persona física y careces de soportes societarios aquí, en Andorra, Panamá o alguna otra guarida, pasas por el aro tanto si quieres como si no.

Habrá quien nos diga a la gente del común que si no defraudamos es porque no tenemos ocasión. Los mecanismos nos controlan de tal forma que somos honestos a nuestro pesar. Pero eso es mentira o una verdad a medias. En España a nadie se le ocurre meter un billete de 50 euros en el bolsillo de la bata del médico que nos anuncia las pruebas radiológicas para dentro de ocho meses o al agente que nos multa por una infracción de tráfico ni al que vigila la frontera ni a ningún empleado público o privado del que esperamos trato de favor. Cada vez son menos habituales las facturas sin IVA (a mí hace mucho que no me proponen una) y los fraudes por abajo pierden volumen porque están sujetos a mecanismos de inspección cada vez más precisos.

En cambio, esos mismos mecanismos son burlados a diario por quienes ocupan posiciones en las (distintas) cúpulas del sistema. Altos cargos de las administraciones (políticos, directivos de sociedades públicas y funcionarios), grandes empresarios (o no tan grandes pero bien relacionados) y capos del crimen organizado obtienen de un modo u otro la posibilidad de ponerse el mundo por montera. Algunos acaban en la cárcel, otros muchos no.

Es decir, ni todos somos corruptos ni las normas y las leyes son iguales para todos. De eso nada, Mariano.