El mundo del deporte se presta a apasionadas adhesiones, solo explicables para quienes albergan sentimientos parecidos. A los que compartimos esa forma de entender la vida, nos acompaña un eterno compromiso hacia unos colores, y un inquebrantable apego a gestas y nombres que conocemos de memoria. En una irracional simbiosis, se han convertido en parte de nuestra existencia, hasta el punto de que calendarios, torneos, temporadas, títulos- pautan de algún modo nuestro pasado y también nuestro día a día. A ello se le une una veneración semejante, acaso más callada, por aquellos lugares que han servido de escenario para eventos imborrables. Como ocurre con algunos templos del mundo del espectáculo, hay un algo indescriptible en colarse por los vomitorios de un estadio o un pabellón, y asomarse a sus gradas vacías. Si uno se deja llevar, puede viajar en el tiempo y revivir aquel gol, aquella canasta, aquella jugada que, por unos momentos, le permitió ser la persona más feliz de la tierra. El olor a la hierba de un césped recién cortado, el brillo de los focos sobre la madera del parqué o el perfecto alineamiento de las butacas poseen un efecto embriagador, que algunas instalaciones también alcanzan por el mero paso del tiempo. El pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza cumplió ayer 25 años. Lo hizo con el orgullo de haber albergado citas deportivas y artísticas de primer orden. Y con la seguridad de gozar de una estupenda salud. La misma que presagia un futuro que aún ha de darnos grandes momentos.

*Periodista