España es, o debe de ser, el país más rico y próspero del mundo. Solo así se explica que pese a la evasión fiscal, que se calcula en 55.000 millones de euros anuales, al enorme porcentaje de economía sumergida, que fuentes oficiales elevan al 25% del total de la actividad, y a los miles de millones de euros que en robos y atracos se han llevado los políticos corruptos en los últimos años, este país sea el decimotercero del mundo en Producto Interior Bruto y el trigésimo segundo en renta per cápita; y que, pese a los recortes de los últimos años, sigan funcionando, de momento adecuadamente aunque con carencias, la sanidad, la educación y las administraciones públicas.

Y como este panorama tan desolador no es nuevo, sino que ha sido así desde los tiempos de los Reyes Católicos, incluso mucho antes, pues España ha sido santo y seña de Occidente en casos de corrupción, y maestra avezada en pelotazos financieros, fraudes fiscales y evaporaciones monetarias, sólo cabe concluir que la riqueza potencial de esta tierra es enorme.

Tal vez por eso los españoles, conscientes, supongo, de las catervas de mangantes, rufianes, gorrones y vividores que pueblan el solar patrio, remedos patéticos de destacados personajes literarios de mayor enjundia como Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache o Rinconete y Cortadillo, no andamos demasiado preocupados por las fechorías de semejante tropa de saqueadores. Debemos de ir tan sobrados que ya nos parece normal, e incluso lo asumimos como una de las características definitorias de lo español, semejante desolación de las arcas del Estado.

Probablemente este desafecto general hacia las cuentas y los bienes públicos se deba a que desde hace siglos se ha instalado en la mentalidad general la idea de que lo que es de todos no es de nadie, y que lo nuestro sólo es aquello que poseemos porque lo hemos comprado directamente con nuestro dinero.

Así, nos parece normal el robo generalizado estilo Bárcenas, Pujol o Fabra, el expolio perpetrado en los ERE y los cursos de formación de Andalucía o los abusos del poder, con exministros como Morenés a la cabeza, capaz de firmar suculentos contratos desde el Ministerio de Defensa que dirigía hasta ayer viernes, con la empresa de armamento cuyo consejo de Administración presidía y, supongo, volverá a presidir.

Lo dicho, como consentimos que todo esto pase delante de nuestras narices, cabe imaginar que somos el país más rico del mundo. Porque de no ser así, seríamos tontos de baba. H

*Escritor e historiador