Son tiempos de prudencia, mesura y diálogo. La situación se ha ido tanto de las manos (a no ser que entendamos que ha habido quiénes, en uno y otro lado, han atizado la hoguera para ocultar sus miserias, que bien pudiera ser) que quienes creemos en la política como instrumento para solucionar problemas no nos cansaremos de apelar a ella como recurso imprescindible. Una política empeñada en tender puentes y en generar una mayoría social, en España y en Cataluña, dispuesta al entendimiento. Es hora de desterrar los discursos del odio, de dejar de azuzar bajas pasiones, de dejar de envolverse en banderas.

En este sentido, es realmente lamentable que la máxima institución del Estado, el Rey, haya sido incapaz de entender su papel institucional, su labor de mediador. Por desgracia, ha perdido una magnífica oportunidad para colocarse del lado de las soluciones y ha decidido colocarse del de los problemas. No nos hacía falta volver a escuchar el discurso más radical del PP por su boca, ya lo hemos oído demasiada veces. Y es evidente que no sirve para solucionar el grave problema que tenemos ante nosotros. Era precisa otra cosa y el Rey no ha tenido sensibilidad para entenderlo.

Creo que somos muchos los ciudadanos españoles que no nos sentimos representados por esta reacción nacionalista que atraviesa el país. Que no compartimos la independencia de Cataluña, pero que pensamos que la peor manera de evitarla es el recurso a la fuerza, la negación de los procedimientos democráticos y el ataque sistemático a los sentimientos de buena parte de la ciudadanía catalana. No parece muy inteligente reclamarle a alguien que se quede en tu casa, en su casa, no con argumentos de empatía, sino con malos modos e insultos. Con eso solo se consigue, lo hemos escuchado estos días, que gente que estaba contra la independencia, gente con fortísimos vínculos con el resto de España, se haya esforzado por votar y que, incluso, haya votado a favor de la independencia. De modo sutil, Spinoza apunta que un deseo solo puede ser contrarrestado por otro deseo más potente en el sentido contrario. Lo que aplicado a nuestro caso quiere decir que el deseo de independencia solo puede ser contrarrestado por un deseo de permanencia. Y ese es el que debemos generar, mediante la construcción de una España amable, democrática y plural, no este ogro malsano que algunos sacan de sus entrañas purulentas.

Estamos, además, viviendo un profundo deterioro de los derechos civiles, no ya en Cataluña, sino en el conjunto del país. Si no fuera dramático en el contexto en el que vivimos, movería a risa que se llame a declarar a un responsable policial no por la violencia utilizada, sino por no haber sido suficientemente violento. Se está comenzando a vivir un clima de intransigencia que provoca temor y que es preciso frenar. En estas dinámicas, la gente más polarizada es la que se visibiliza de una manera más clara. Lo llevamos viendo hace tiempo en Cataluña, lo estamos empezando a vivir en el resto del país, con esa marea de banderas nacionales colgadas de los balcones.

Mientras eso sucede, una buena parte de la sociedad española, que está por el diálogo, por el entendimiento, se siente fuera de juego. Es algo que he comentado con muchas personas. Ni con el nacionalismo catalán independentista, que ha forzado un proceso sin garantías democráticas, ni con el nacionalismo español intolerante, que ha impedido un proceso con garantías. No es equidistancia, es denuncia de la instrumentalización, en un caso, y del desprecio, en otro, de la democracia.

Esa sociedad española democrática debe dejarse ver. La sociedad civil, más allá de los partidos, ha de tomar el protagonismo para construir, desde abajo, un proceso de diálogo en el que veamos los modos y maneras de construir esa España plural que es la España real y que a tantos les produce urticaria. Desde mi punto de vista, es urgente que constituyamos plataformas en defensa de una España democrática y plural, que permitan visualizar que, más allá de los dos trenes empeñados en la colisión, hay una amplia sociedad deseando convivir y que se regocija de la pluralidad de nuestras tierras.

Joaquín Costa nos impelía, hace más de un siglo, metafóricamente, a cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid. Impidamos que de ese sepulcro metafórico emerjan todos los fantasmas de un pasado que hay que recordar para no repetir.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.