Por fin han concluido las fastuosas exequias con las que el castrismo ha despedido a Fidel Castro (algo muy poco sorprendente, ¿no?) pero todavía estamos mareados por las sobreabundantes y contradictorias etiquetas que mil comentaristas le han colocado sobre el ataúd (libertador, tirano, sanguinario, romántico, y así hasta el infinito). Esa es una tentación en la que solemos caer cuando los actores principales de la Historia se van al otro barrio como cualquier hijo de vecino. Dicen, y a lo mejor es verdad, que con Fidel muere definitivamente el siglo XX pero a mí me gustaría des-cender, desde las alturas de la Historia con mayúscula, hasta el polvo de la tierra que pisamos el resto de los mortales para contarles una historia, con minúscula, ahora que el ruido empieza a amainar.

Es incluso menos que una historia: una anécdota, de la que fui testigo, que protagonizó Fidel Castro y que viene a demostrar que esos líderes arrolladores, que parecen hechos con una pasta especial, se parecen demasiado a usted o a mí. Que su genoma es idéntico al de los demás miembros de su especie (y, ¡ay!, solo un poco distinto al de la mosca del vinagre) y que son capaces de grandes hazañas, pero también de cometer estupideces sin necesidad de ser estúpidos, de comportarse infantilmente, de ser narcisistas en ocasiones, de no ver lo que tienen delante de las narices… Como usted y como yo, ya le digo.

Hace ya unos cuantos años, seguramente demasiados, tuve que viajar a La Habana acompañando al alcalde de Zaragoza para participar en una reunión de ayuntamientos españoles con los ayuntamientos cubanos (se hablaba de una posible apertura política en las instituciones locales, que se quedó en agua de borrajas). Como siempre que puedo en estos viajes, aproveché para visitar las calles de la ciudad, para curiosear un poco en esas vidas y en esos paisajes ajenos que, en el caso de Cuba, nos son tan próximos a los españoles. Nuestro anfitrión fue Pedro Chaves, presidente del Poder Popular (alcalde) de La Habana. Él nos acompañó en varias de esas incursiones con gran amabilidad y, cuando el viaje ya terminaba y en plena representación de Bodas de sangre, con el zaragozano Teatro de la Ribera todavía en el escenario, nos sorprendió diciendo que iba a llevarnos a conocer al Comandante, al líder máximo de la Revolución. Al mismísimo Fidel, en una palabra.

Poco antes de la medianoche, a las 23.30, nos metimos en varios coches y emprendimos un camino por sabe Dios qué carreteras. No fue un viaje corto, pero al fin llegamos a una casa (nunca supe dónde estaba) ante la que nos bajamos todos. No salió de ella el Comandante sino un negro tan grande como un armario ropero de los de antes, que llevaba una pistola a juego con su tamaño colgada del cinto. Le seguimos por el interior hasta que llamó a una puerta, nos anunció y, como decía la canción, en eso llegó Fidel.

El jefe revolucionario no gastó cumplidos protocolarios sino que nos animó a pasar a la habitación donde estaba para que siguiéramos con él, en la televisión, un partido de voleibol. “Le estamos zurrando al gringo”, nos informó muy entusiasmado. ¿Qué íbamos a hacer? Nos sentamos frente a la tele y nos tragamos el voleibol. El colosal negro se sentó en un rincón y ni él ni el pistolón se movieron ya de allí. Fidel no nos hacía mucho caso, entregado a la retransmisión y gritando como un forofo en La Romareda cuando los suyos les hacían un punto a los estadounidenses. Al final ganaron y el Comandante se llevó un alegrón. Dicen que a Franco le pasaba lo mismo con el fútbol y el Real Madrid.

Acabado el partido, Fidel Castro volvió a su ser, y su ser era muy campechano. Afable, me atrevo a decir que cariñoso con aquellos españoles que estábamos de visita en su isla. Se interesó un poco por nuestros asuntos y nos endilgó un monólogo de los suyos acerca de los logros de la Revolución. Recuerdo que me llamó la atención lo mucho que ponderó la Sanidad cubana, a la que equiparaba con las mejores del mundo. Y digo que me llamó la atención porque, en mis paseos por la capital, había visto colas en las farmacias para comprar al peso ácido acetilsalicílico (nuestra humilde aspirina) y no me pareció que fuese lo más propio de una Sanidad que, en profesionales y servicios, sí estaba entre las mejores del planeta.

¿Nos estaba engañando o se lo creía? Posiblemente la respuesta a esta pregunta llegó después, cuando Fidel le preguntó al alcalde Chaves qué tal había ido el concierto de El Flaco. El Flaco era Silvio Rodríguez, el concierto había sido la víspera, en una plaza de La Habana, y los españoles estuvimos allí porque era en nuestro honor. Un concierto público, gratuito, de un cantautor tan prestigioso, y hacía buen tiempo. De modo que me extrañó que apenas un centenar de personas, nosotros entre ellos, se hubiera animado a asistir. Cuatro gatos, como quien dice.

Pero, ante mi sorpresa, Chaves le dijo al Comandante que había sido un éxito, que no cabía un alfiler en la plaza y que la concurrencia disfrutó de lo lindo, por todo lo cual le felicitó calurosamente. Después, cuando nos despedimos de Fidel y nos quedamos solos, le pregunté por qué le había engañado de esa forma. No tiene importancia, me contestó, así se pone contento. Me pregunté si era de esa misma calidad la información que Castro recibía sobre la Sanidad.

A un amigo mío le contó Felipe González que solo viendo los guiñoles de Canal Plus se había percatado de que al hablar repetía constantemente una muletilla (“por consiguiente”). ¿Por qué mi guiñol dice todo el rato “por consiguiente”?, parece que preguntó. Y solo entonces se atrevieron tímidamente a decirle la verdad: que se ponía francamente pesado con la expresioncita, aunque supongo que no se lo dirían tan crudamente. Cabe pensar que a menudo, cuando oímos hablar a un gobernante poderoso, en una dictadura o en una democracia, de unos logros que todos sabemos que son falsos, de un país que parece sacado de un cuento de hadas, de asuntos que no tienen nada que ver con la vida de sus gobernados… lo que dice es lo que verdaderamente cree porque se lo han hecho creer tiralevitas muy bien pagados. Y muy bien pagados, precisamente, para transmitirle la realidad.

Fidel nos desgranó durante seis horas su visión de Cuba, su presente y su futuro. Me impresionó y siempre recordaré esa larga noche, pero me reservo mi opinión sobre la Cuba de Castro porque no es ese el motivo de este modesto artículo… Pero llevaba razón nuestro anfitrión cubano: se ponen contentos cuando reciben parabienes y felicitaciones, cuando les adulan. Y, naturalmente, creen lo que les dicen porque les da satisfacción aunque sea mentira. Ya lo ven: como cualquiera. O por lo menos como todos los que yo he conocido.

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*Exdiputado del PSOE en Aragón</b>