He ido a la farmacia para comprar un medicamento que el médico me había recetado, pero solo he podido decir a la persona que amablemente me atendía: «Por favor, deme esto». Yo era incapaz de pronunciar el texto manuscrito que figuraba en la receta. ¿Asolt?, ¿Afont? ¿Quizá Rafot? Mi farmacéutica se ha acercado a un estante, decididamente, y ha vuelto con un pequeño envase donde podía leerse Azop. Me he preguntado si hay un alfabeto que ignoro, un alfabeto que es exclusivo de médicos y farmacéuticos. Un lenguaje cifrado que es patrimonio de los profesionales que velan por nuestra salud.

He pensado que quizá hay algo que se está muriendo antes que yo: la caligrafía, por ejemplo. La caligrafía, en otras épocas, era una disciplina escolar. Incluso estaban los alumnos que la aprobaban o la suspendían. Una caligrafía discretamente bella exigía una cualidad que hoy no es moda: la lentitud. Si cuando hablamos con alguien decimos «tú ya me entiendes», y confiamos en que ya nos entenderá, esta confianza también se ha incorporado a la práctica de la escritura. Comemos velozmente, opinamos simplificando lo que pensamos, cruzamos la calle antes de que el semáforo se ponga verde, leemos el periódico mientras comemos. Parece que la paciencia se haya conservado en el ámbito de los monjes. Y haciendo un repaso a la historia, a aquellos otros monjes que se dedicaban a copiar manuscritos medievales que hoy son patrimonio de la humanidad.

Hoy la caligrafía ha sido cotidianamente derrotada.

*Escritor