Para varias generaciones de españoles, la presencia opresiva y violenta de ETA ha sido de una insoportabilidad parecida a la que provocó el general Franco a lo largo de casi cuatro décadas. La organización terrorista vasca, surgida en 1959, ha durado mucho más tiempo que el dictador. De hecho, formalmente aún está viva, pero ayer empezó a morir irreversiblemente con la entrega de las armas a través de un grupo de intermediarios. Ahora sí, desarmada -si no guarda una inesperada pirueta-, ETA sale de escena y solo falta que decida su disolución, lo que podría producirse en los próximos meses.

Han transcurrido casi seis años desde que la banda anunció el «cese definitivo» de sus actividades. Durante este tiempo ha intentado obtener del Estado contraprestaciones a su adiós a las armas, y por eso no ha tenido prisa especial en consumar el hariquiri. Pero ni el Gobierno ni las otras instituciones legítimamente constituidas han atendido unas peticiones de diálogo que no eran sino el reflejo de la propia debilidad de ETA y de su incapacidad para encontrar una salida airosa tras actuar durante décadas sin más lógica que la del uso de las pistolas y los coches bomba. Desde ese alto el fuego definitivo, España ha ido olvidando con acelerada rapidez a la banda, que hoy ya parece algo de un pasado remoto y no una sangrienta maquinaria que en el 2010 todavía mataba: la última de las 829 víctimas mortales de ETA fue un policía francés, paradójicamente el primer asesinato, por parte de la banda, de un agente del país en el que siempre se guareció. España y Euskadi viven dichosamente sin ETA, pero entre los vascos la herida dejada por el terrorismo es profunda.

Para que Euskadi vuelva a ser una sociedad sana es preciso que quienes sembraron el terror y quienes les prestaron apoyo y justificación política entonen un mea culpa que alivie el sufrimiento de las víctimas. No para dar paso a una venganza tan imposible como intolerable, sino por la dignidad de quienes sufrieron directamente la afrenta y para que sus allegados -de parentesco o afinidad política- puedan soportar mejor el duelo inacabable por unas muertes fruto del desquicio más absoluto.

Solo cuando eso suceda podrá hablarse de reconciliación entre los vascos y de que el pasado deja de estar en el presente. Será entonces cuando habrá que afrontar las posibles medidas administrativas sobre los numerosos presos de ETA que cumplen condena por derramamiento de sangre. Pero en ningún caso será posible -ni aconsejable- cubrir con el manto del olvido todo el oprobio generado por el universo etarra. Igualmente, convendrá recordar que si finalmente se ha ganado la batalla al terrorismo ha sido por una persistente y eficaz conjunción de la presión policial contra ETA y el aislamiento político de su entorno, no por el uso de presuntos atajos al margen de la legalidad, que solo alimentaron el victimismo de los victimarios y degradaron al Estado.

Y desde Aragón hay que tener un recuerdo especial, en el momento de la capitulación de ETA, para quienes sufrieron aquí su zarpazo. Al final ha triunfado la razón democrática sobre la barbarie.