A estas alturas de los hechos, dichos, omisiones, desmentidos, advertencias y acusaciones doy por hecho que ustedes estarán, como yo, casi tan saturados como preocupados a causa del traído y llevado máster de la Universidad Rey Juan Carlos. Pero calculen cómo estamos quienes entre nuestra docencia habitual se haya la labor de impartir clases en un máster público. La lógica y la dinámica de los másteres es, al menos respecto a los que yo conozco, algo diferente a la de los estudios de Grado, y es que habitualmente lo cuantitativo acaba adquiriendo naturaleza cualitativa. La presencia de un número mucho más reducido de alumnos en la clase dota a las sesiones de una atmósfera diferente, menos estudiantes, de mayor edad y con intereses definidos que les han llevado a la elección de unos estudios a los que consagran parte de su tiempo y su dinero compaginándolo las más de las veces con sus profesiones y su vida familiar. Los estudiantes de máster esperan que ese esfuerzo se vea recompensado no solo con el correspondiente reconocimiento académico sino de manera muy especial con la calidad de la docencia. Consagradas sus horas de descanso o de ocio a una preparación más actualizada y profunda sobre las materias elegidas no van allí a pasar el rato. Como se entenderá, el nivel de exigencia es el resultante de la combinación del número de asignaturas en las que se matriculan y el impuesto por el profesor, quien si siempre es ejemplo de conducta, en el máster acaba acercándose a la figura del maestro por las horas compartidas y dirigidas, por la dedicación y orientación de las largas sesiones a menudo vespertinas cuyo sentido último es el de crear un grupo de trabajo y propiciar unas sinergias que ayuden a todos: estudiantes y por supuesto profesor. Impartir un Máster no es fácil, exige por parte de todos una gran generosidad. La noticia a la que he hecho mención al comienzo de estas líneas me provoca además de tristeza, repugnancia. No solo me preocupa el inmerecido daño que pueda causar a la Universidad española en su conjunto sino que rechazo con toda la contundencia de que soy capaz la representatividad del caso y de las personas relacionadas con él. Como profesora de Derecho sé que la presunción de inocencia ha de mantenerse hasta que sea rota por una sentencia firme, pero no es posible cerrar los ojos a los indicios y las evidencias. En ese punto en que ahora nos encontramos se me ocurre que lo ocurrido es digno de convertirse en un supuesto práctico en el que analizar con los alumnos la diferencia y concurrencia de la Ética privada y la pública y hago mías las palabras del maestro Gregorio Peces Barba quien definía a esta como «el conjunto de principios, valores y derechos, como el contenido de la idea de justicia que una sociedad democrática debe realizar». Siendo «los destinatarios y a la vez impulsores de la evolución de la ética pública las autoridades, los poderes públicos, los operadores jurídicos, legisladores, jueces, funcionarios y también cada persona como ciudadano» lo cual nos lleva directamente a aunar la ética pública con la razón pública. Siento demasiada vergüenza ajena como para imaginar, caso de confirmarse lo que hasta ahora parece ser una falsedad de documento público, qué se puede decir a los hijos, a los parientes, a los colegas y familiares que creyeran y confiaran en la solidez de la ética privada de las personas implicadas. Con aplicar a los hechos la ética pública que, por definición forma parte del ordenamiento vigente aplicable y en ese sentido es aquí es sinónimo de justicia, me doy por satisfecha.

*Universidad de Zaragoza