A menudo, junto a lo peor, la vida nos da un respiro y nos ofrece lo mejor. No se me ocurre un modo más idóneo para valorar dos sucesos que acaban de ocurrir en nuestro país y se han convertido en noticia. Dos niños: uno de 9 años en Madrid y otro de 5 en La Coruña decidieron con gran valentía y prudencia realizar sendas llamadas telefónicas a la Policía para alertarles del peligro que corrían sus madres mientras eran amenazadas y golpeadas por sus respectivas exparejas.

Su acción, su actitud es un respiro que sabe a futuro porque es lección y es esperanza. Si ya me parecía heroico el aviso del niño de 9 años al que probablemente su madre le debe la vida, el de 5 es épico y más cuando la Policía informa de que en el momento de acceder a la vivienda donde estaban ocurriendo los hechos ese mismo niño estaba dando el biberón a su hermano de pocos meses.

La lección que lo es, a mi juicio, para todos resulta de extraordinaria importancia si se piensa en los agresores, cuando recluidos en la celda que les corresponda repasen la escena e imaginen o sepan que la responsabilidad y la madurez de unos niños tan pequeños les deja en el lamentable lugar que les corresponde, amén claro está de los delitos que se les imputen por todo aquello.

¿Qué movió a los chiquillos a llamar con tal premura a la Policía? Creo que una sabia mezcla de amor, miedo, responsabilidad y, por tanto, precoz madurez. Visto lo visto quizás no todo esté perdido y las campañas informativas y de sensibilización estén dando y sigan dando más resultados de los que otras noticias con final trágico nos llevan a pensar.

No obstante, por conversaciones con adolescentes, sé que la cuestión del maltrato a la mujer, a los menores o a los mayores es despreciada por parte de escolares que tildan de «feminazis» o «hembristas» a quienes, en la medida de sus posibilidades, hacen frente, si quiera con su voz o protesta, ante la injusticia de ese tipo de actuaciones. Ya saben lo que dice nuestro idioma: una de cal y otra de arena. Pero no, no soy derrotista y eso que después de conocer las tesis de Lipovetsky según las cuales nuestro mundo individualista nos encamina hacia un proceso donde el socorrido prefijo pos también ha de ser aplicado a la moral y al deber, el optimismo tampoco cabe. Me asusta y me asombra la frase pronunciada en clase de uno de esos estudiantes de 15 años a los que me refería: «¿Qué más os da a vosotras que maten a 100 o a 300 mujeres si no son familia vuestra? Lo entendería si fuesen de vuestra familia pero si no lo son ¿qué os importa?» En este caso de nada han servido, al menos hasta ahora, ni la labor de los docentes ni la airada queja de algunos de sus compañeros y compañeras que asisten atónitos a su liderazgo. Pero ¿qué puede hacerse para que él y otras personas como él abran los ojos, los oídos y el corazón a lo que sucede a su alrededor? En una época como la nuestra donde resulta casi obligado ser feliz y exitoso y a ser posible rico, el dolor de los demás cansa y pesa y sobra. Muy posiblemente la pregunta que subyace a actitudes como esa es: «¿De qué me sirve a mí todo eso?» Sí, la ética, como todo lo importante, duele y enfrentarse al dolor es de valientes y desde luego él y los que como él piensan no lo son.

*Profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza