El pasado 4 de junio leí esta noticia. «Al menos 117 cadáveres de inmigrantes fueron encontrados en la costa de Libia, en la localidad de Zuara, a 120 kilómetros al oeste de la capital, Trípoli, informó la Media Luna Roja de esta población en su cuenta oficial de Facebook».

El pasado 4 de marzo: «Casi un centenar de inmigrantes fueron rescatados ayer en aguas del Mediterráneo cuando viajaban a bordo de dos pateras. El grupo más numeroso, formado por 52 subsaharianos, fue detectado a 30 millas al sur de Marbella por Salvamento Marítimo....»

Hechos, como los mencionados ya no son noticia. Nos resultan irrelevantes. Nos interesa mucho más que Ronaldo haya sido llamado a declarar por un «presunto» fraude fiscal, lo que es una prueba del grado de perversión alcanzado en nuestra sociedad.

De no producirse un cambio radical en la política exterior de Europa, algo totalmente inviable en estos momentos, no sólo no desaparecerá la llegada masiva de emigrantes o refugiados africanos, y de otros lugares, a nuestra fortaleza amurallada, sino que se incrementará en el futuro. Tampoco es una novedad emitir este juicio hoy. Recuerdo que a inicios de la década de los 90 en una conferencia impartida por Cristina Almeida en el I.E.S. entonces llamado Cardenal Ram de Alcañiz, y hoy Bajo Aragón nos advirtió de tal circunstancia. Por ello, concienciado por el tema proyecté a mis alumnos unas diapositivas de la llegada de emigrantes, algunas dramáticas, con cuerpos muertos despeñados en las costas andaluzas, que me proporcionó la ONG Algeciras Acoge.

Todo tiene un porqué. Nos lo explica el gran historiador, Josep Fontana en su reciente libro El siglo de la Revolución. Una Historia del mundo desde 1914. No vendría mal que nuestros políticos leyeran las obras de grandes historiadores. Los que llegan desde África a nuestras costas son seres humanos. Insisto seres humanos, algo que no les entra en la cabeza a algunos de los europeos «civilizados». Por ello, el prólogo de Jean Paul Sartre a la obra de Frantz Fanon Los condenados de la tierra escrito en 1961 no ha perdido actualidad y cuyo inicio es: «No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas».

Fontana señala que actualmente África está siendo sometida a un doble despojo, superior, si cabe, al de los tiempos del reparto en el siglo XIX tras la Conferencia de Berlín. Se trata por una parte de la extracción, mejor expolio, de sus recursos minerales por empresas extranjeras que, protegidas por sus gobiernos, abonan unos derechos escasos a los gobiernos africanos y dejan tras de sí «una devastadora estela de abusos sociales, ambientales y de derechos humanos». Mark Curtis en un informe habla de un «nuevo colonialismo», donde detalla las acciones de 101 compañías, la mayoría británicas, que controlan los recursos del petróleo, oro, diamantes, coltán, carbón y platino en 27 países africanos.

El segundo despojo es el que sufren las explotaciones agrícolas familiares, que ven cómo sus gobiernos venden las tierras de labor y el agua necesaria para cultivarlas, a fondos de inversión y a grandes empresas del agro business”. La compra de tierras a gran escala (landgrab), que desplazan a los campesinos que las trabajan para entregarlas a grandes empresas, se han multiplicado en las últimas décadas, dejando detrás un rastro de miseria. El «International Consortium of Investigative Jornalisme» publicó en 2015 los datos de investigación sobre documentos del Banco Mundial que revelaban que en la década anterior una serie de proyectos financiados por el Banco Mundial habían contribuido a expulsar de sus tierras a 3,4 millones de campesinos, y que el mismo banco había financiado a compañías acusadas de violaciones de los derechos humanos. Estas operaciones de landgrabing se multiplicaron en el África subsahariana entre 2000 y 2012. Hay que sumar el cambio climático que está desertizando cada vez más territorios. Y las guerras cruentas e interminables, con las que África está inundada. Como las de Malí, República Centroafricana, Nigeria, Níger, Sudán del Sur, Libia, etc. Y todo ello con una población que supera los 1.200 millones de habitantes, de los que más de la mitad tienen menos de 20 años, y unos 400 millones viven en la pobreza. La consecuencia es clara: una masa creciente de millones de campesinos desarraigados y amontonados en los suburbios de las ciudades o en los campos de refugiados. Abandonados a su suerte, los africanos, ellos solos no podrán cambiar sus sociedades. Y eso es así, porque nosotros los europeos se lo impedimos. Si se aplicasen en África políticas que favorecieran la aparición de sociedades más prósperas e igualitarias, no tendrán necesidad de irse.

Termina Fontana advirtiéndonos: «Si no hemos sido capaces de resolver el reto que representan las primeras llegadas de inmigrantes, ¿cómo podremos enfrentarnos a lo que pueden representar millones tratando de asaltar Europa para escapar del hambre y la pobreza?».

*Profesor de Instituto