El ideal europeísta, el mismo que logró aunar voluntades de un grupo de países que llevaban siglos desangrándose en continuas guerras y que, superados odios y recelos, decidieron construir un futuro en común, que crearon la Unión Europea (UE), después de medio siglo de innegables éxitos políticos, económicos y sociales, parece haber embarrancado en estos últimos años.

Las razones de esta crisis son diversas y, entre ellas, el priorizar los intereses particulares frente a los colectivos de la UE; el auge de los nacionalismos que han desdibujado la idea de un europeísmo federalista; la indiferencia, cuando no la hostilidad, de un creciente sector de la ciudadanía, en ocasiones con preocupantes síntomas xenófobos y racistas, así como la incapacidad de la UE para dar respuesta a la actual crisis económica. Todo ello ha agudizado la pugna entre europeístas y antieuropeístas o euroescéticos, siendo éstos últimos los que han ido ganando cada vez más terreno tanto en el ámbito político como en el social.

La marea antieuropeísta tuvo su punto de partida con la llegada de Margaret Tatcher al gobierno británico (1979) como principal abanderada de un neoliberalismo emergente y para el cual, como señalaban Alfonso Calderón y Luis Sols, "el proyecto europeo, poderoso frente a los mercados y las multinacionales, era el peor de los males". Ello explica los constantes vetos británicos a cualquier avance hacia una construcción federal de Europa.

El Tratado de Maastricht (1992) intentó reforzar las instituciones europeas y dotarlas de mayores competencias, pero bien pronto el neoliberalismo rampante neutralizó los objetivos del mismo y, como nos recordaban los citados autores, "en vez de crear un ejecutivo supranacional fuerte que controlara la economía desde el ámbito europeo, se aseguraron de que ningún poder democráticamente elegido pudiera condicionar los mercados financieros". Y así fue, y así nos ha ido a los ciudadanos europeos que hemos sufrido con intensidad los azotes de la actual crisis económica.

Las doctrinas neoliberales son las que otorgaron una total independencia al Banco Central Europeo (BCE) al margen de cualquier control democrático y, con ello, como denunció en su momento Oskar Lafontaine, la UE optó por el camino equivocado de priorizar el combatir el alza de precios y la inflación frente a otra política monetaria de signo más social que fomentara la inversión, el crecimiento económico y la creación de empleo. De este modo, el neoliberalismo se impuso sobre el keynesianismo a la hora de marcar el rumbo económico de la UE.

Durante el período 2004-2007 en el que, con la entrada en la UE de 12 nuevos países, la mayoría de la Europa del Este y de escasas convicciones europeístas, la tradicional posición euroescéptica de Gran Bretaña halló nuevos y entusiastas aliados y, con ello, los particularismos nacionales avanzaron ante al cada vez más debilitado proyecto colectivo europeo. Y así vinieron nuevos reveses: el fracaso del proyecto de Constitución Europea (2005) o el Tratado de Lisboa (2007), un grave retroceso político que supuso el fin del intento de construir un gobierno europeo fuerte, capaz de impulsar políticas económicas con las que oponerse a la creciente dictadura de los mercados.

Cuando en el 2008 estalló la crisis económica, el neoliberalismo halló la gran coartada para atacar a fondo un proyecto europeísta en el que nunca creyó. El momento fue aprovechado por los euroescépticos, aquellos que siempre habían reclamado el desmantelamiento del Estado del Bienestar, uno de los mayores éxitos de la UE. Alegando la aplicación de "reformas estructurales", hallaron una ocasión de oro para lograr su objetivo. Se debilitó a los sindicatos y los cauces de negociación colectiva, se facilitaron los despidos laborales, se bajaron los salarios reales de los trabajadores y con ello, se multiplicaron las diferencias de renta y así, frente a una minoría enriquecida, la mayoría de la población veía como sus niveles de renta se reducían o en el mejor de los casos se estancaban. Además, la hegemonía política de Alemania hizo que la canciller Angela Merkel impusiera a la UE sus recetas económicas (reducciones salariales, recortes del Estado de Bienestar), las mismas que aplica en España Rajoy, su fiel alumno, con los costes sociales que ello ha ocasionado.

Ante la actual crisis del europeísmo, agudizada por el desprestigio de las instituciones y la mediocridad de una clase política carente de estadistas de talla, el ideal europeo sólo resurgirá si la UE demuestra ser capaz de dar soluciones efectivas a los problemas de sus ciudadanos. Y, para ello, lo primero es embridar desde una Europa Social, los desmanes del euroescepticismo neoliberal, por medio de un auténtico Gobierno europeo que impulse políticas de crecimiento, que salvaguarde el Estado de Bienestar, recupere una auténtica solidaridad fiscal para con los estados miembros y que ofrezca una salida efectiva a la crisis sin costes sociales. De lo contrario, el ideal europeo irá languideciendo como una bella utopía que quiso ser y no fue y ello sería una tragedia para la paz, la democracia y la justicia social de Europa.

Fundación Bernardo Aladrén-UGT Aragón