Ya sé que la pregunta está mal formulada. Hacen falta expertos y políticos: médicos, a la hora de diseñar las políticas sanitarias; ingenieros, a la hora de planificar las obras públicas; economistas, para calcular costes y beneficios, y así con todos los demás. Pero con funciones diferentes.

El político debe tener ideas claras sobre el bien común, el bien que afecta a toda la comunidad. Tendrá un proyecto de en qué consiste ese bien común, que le vendrá dado por su ideología, o por el partido, o por las circunstancias. Deberá escuchar a los ciudadanos, porque, en una democracia, es su representante. Claro está que no debe pasarse el día pulsando la opinión pública, porque esto crearía un caos, pero no puede prescindir de sus votantes. Ni tampoco de los que no le votaron, porque lo que defiende es el bien común, no un bien partidista.

EL EXPERTO APORTARÁ sus conocimientos. Esther Duflo, una prestigiosa economista francesa que trabaja en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, decía hace poco que los economistas -o sea, los expertos- tenemos mentalidad de ingenieros, de grandes diseñadores de soluciones globales, pero que debíamos ser, principalmente, fontaneros, que tienen los conocimientos teóricos necesarios, pero sobre todo trabajan muy pegados al terreno, bajando a los detalles. El experto que juzga las políticas desde fuera puede tomarse el lujo de ser teórico; el que trabaja al lado del político debe ser pragmático y humilde; debe saber explicar lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, y por qué no se puede hacer, y dar razones técnicas, pero comprensibles. Y reconocer los límites de sus conocimientos.

El problema del experto es que, siendo muy bueno en su materia, no conoce suficientemente las demás. Debe contar, pues, con la opinión de otros expertos y trabajar en equipo con ellos, también con los de comunicación y los politólogos, porque hay cosas que no se pueden hacer simplemente porque los demás partidos o la opinión pública no lo aceptarán. La visión de conjunto es muy importante, y esa la tiene que dar el político, junto con los objetivos, las líneas rojas y las transacciones que se deben hacer y las que no se deben admitir.

Pero bueno, me dice el lector: esto ya lo sabíamos, ¿no? Sí, pero me parecía oportuno insistir, porque, como decía Aristóteles, la virtud está en el término medio, que es como una cumbre entre dos precipicios. Y el peligro de caer en uno u otro de ellos es grande.

Por un lado, la vida es compleja, los asuntos científicos no se resuelven con generalidades, los que se dedican a la política no suelen ser profundos conocedores de sus materias, de modo que… es mejor que pongamos nuestra confianza en los expertos. Pero estos no suelen tener la visión de conjunto, ni un proyecto social amplio (y si lo tienen, no es como científicos, sino como políticos); a menudo los técnicos consideran que los problemas son técnicos y necesitan soluciones técnicas; que todo lo que es bueno en su ciencia y se puede hacer se puede hacer, porque ellos lo ven como bueno, y acaban provocando problemas más graves.

El otro extremo no es mejor. El político que prescinde de la opinión de los expertos suele acabar en el voluntarismo -lo que yo me propongo hacer se debe hacer-, y si los expertos no están de acuerdo, lo que hay que hacer es cambiarlos. En los tiempos del estalinismo, el Gobierno húngaro decidió facilitar el consumo de naranjas plantando estos árboles en los alrededores del lago Balaton, a pesar de que un ingeniero agrónomo puso de manifiesto que eso no podía tener éxito. Los naranjos se helaron, y el ingeniero fue fusilado por contrarrevolucionario. Cuando al político no le gusta la opinión del experto, la tentación es… cambiar de experto.

SÍ, DECIDIDAMENTE necesitamos políticos y expertos, trabajando juntos, repartiéndose las tareas. Es importante el diálogo entre ellos, lo mismo que el diálogo de los políticos con otros políticos y con la sociedad, y el de los expertos con otros expertos y con los ciudadanos. Que unos y otros expliciten claramente sus supuestos y su ideología, que es legítima pero no es neutra. Que sean humildes, y reconozcan los límites de sus conocimientos y capacidades. Que tengan la honradez de no retorcer los argumentos hasta que coincidan con sus deseos. Y que pongan siempre los intereses de sus clientes -los ciudadanos- por delante de los suyos propios.

*Profesor del IESE.