La rehabilitación de Irán ante la comunidad internacional mediante el acuerdo de la república islámica con el grupo 5+1 (el Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania), que acota el programa nuclear de los ayatolás, está sujeto aún a los vaivenes de la enrevesada estructura institucional puesta en pie por los fundadores de la teocracia chií y a los recelos de Israel y Arabia Saudí, integrantes en este asunto de una pareja de hecho curiosa, aunque no inesperada. El acuerdo es demasiado reciente como para imaginar que se han desvanecido las resistencias en el entorno del líder espiritual del régimen iraní, el ayatolá Ali Jamenei, muy visibles durante la presidencia de Mahmud Ahmadineyad, y es una constante histórica el litigio entre las petromonarquías sunís, encabezadas por Arabia Saudí, y el universo chií para hacerse con la hegemonía en el Golfo.

Así lo ven quienes siguen de cerca el desarrollo de la intrahistoria de las negociaciones en curso. El líder espiritual no es un primus inter pares ni cosa parecida. Es, por el contrario, el depositario de la última palabra, aquel que puede variar, bloquear o simplemente anular una iniciativa del Gobierno; es el guardián de las esencias que todo lo puede. Así lo quiso el padre de la república teocrática, el ayatolá Jomeini, que rescató la figura del velayat-e-faqih --el versado en jurisprudencia islámica que gobierna en ausencia del imán oculto-- de las digresiones teológico-políticas chiís de principios del siglo XIX. Y aunque Alí Jamenei es un pragmático, según se dice, es también deudor de los herederos menos satisfechos con el reformismo del presidente Hasán Rohani, muy lampedusiano en el plano interior, pero bastante innovador en el exterior a causa de la necesidad imperiosa de Irán de acabar con el régimen de sanciones, liberalizar la economía y sacar partido a las inversiones prometidas por empresarios occidentales. Hay quien sostiene que es más fácil desactivar la oposición republicana al acuerdo en el Congreso de EEUU que vencer las resistencias de los más acérrimos conservadores del régimen iraní.

En cambio, es más fácil convencer a los más recalcitrantes del entorno de Alí Jamenei que desactivar la guerra fría chií-suní, alimentada por la intervención de Arabia Saudí y la Liga Árabe en Yemen, y favorecida por el deseo indisimulado de EEUU de alejarse cuanto antes de los conflictos de Oriente Próximo. La última entrega de esa guerra fría menor incluye ahora la posibilidad de que los saudís destinen un buen fajo de petrodólares a procurarse un arsenal nuclear de bolsillo por si se diese el caso de que Irán volviese a las andadas o simplemente no concluyera el acuerdo que ahora se negocia. Cuando se pregunta a quienes estuvieron en la periferia de la negociación con Irán en Lausana, creen que no hay marcha atrás, pero creen también que los ayatolás reaccionarán si el rey Salman quiere sacar partido de la situación. Pudiera decirse que la melodía es un clásico en la región, con más audiencia que nunca gracias a la asistencia prestada por Irán a Irak en la guerra contra el Estado Islámico --hermandad entre chiís--, coincidente en el espacio y el tiempo con el alejamiento o la arremetida del orbe suní contra el califato, asimismo suní.

Es en ese ovillo de rivalidades atávicas donde surge lo inesperado o lo imprevisible: Israel suma su porfía a la de Arabia Saudí para hacer cuanto está en su mano para imposibilitar el acuerdo de Irán con el 5+1. Hay una opinión compartida por tan singular pareja: los ayatolás juegan con las cartas marcadas y consagrarán su autonomía nuclear de carácter militar y amenazante del Mediterráneo oriental a las aguas del Golfo. Y hay también una movilización simultánea del lobi judío en EEUU y de la comunidad suní, que ven en el Partido Republicano el brazo ejecutor de sus pretensiones: que la rehabilitación de Irán nunca se concrete por más que Obama quiera legar el acuerdo para la historia de su política exterior, a menudo confusa.

¿Es esa la única extraña pareja? La respuesta es no. Hay otra no menos singular: aquella formada por quienes en EEUU y en Irán sostienen finalmente que es preferible que no haya acuerdo a aceptar un mal acuerdo. A saber qué entienden unos y otros por un mal acuerdo --con toda seguridad, cosas diferentes--, porque referirse a él encubre el deseo de que todo quede tal cual está, de que sigan en vigor las razones para mantener las sanciones (posición republicana) y para preservar la figura del gran Satán, el enemigo implacable de la revolución (posición iraní conservadora). Diríase que, sin esos espantajos, ambas partes temen quedarse desnudas ante la aldea global y se agarran a cuanto desde 1979 y hasta hoy les ha sido útil para sumar adhesiones mediante el recurso al conflicto permanente.

Periodista