El triste espectáculo de la política catalana, en particular, y de la española, en general, comienza a pasar factura en todos los órdenes y a casi todos los partidos. Siendo grave el problema, y trasladándolo como símil al seno de una familia cualquiera, todo apunta en la crisis de Cataluña a un final trágico, por haber sido incapaces --El Estado, la Generalitat, o, en el ejemplo aplicado, esa familia corriente-- de solucionar una grave amenaza interna, limitándose a atenuarla con parches y a confiar que se solucionase por vía del tiempo o de algún tribunal.

Hay que ser, ya no juristas, sino constitucionalistas para entender las demandas y alegaciones de ambos ejecutivos, sus equipos jurídicos, los abogados defensores de los independentistas encarcelados o del letrado de Puigdemont. Buscando unos el castigo al intento de secesión, otros el resquicio legal por donde seguir derribando el muro español, que no es el Telón de Acero ni el de Pink Floyd, pero que tampoco debería convertirse en la última trinchera de un gobierno turulato.

En el teatro catalán hay dos figuras que, habiendo tenido protagonismo, se han desvanecido estos días de la escena.

Una es Inés Arrimadas, la líder de Ciudadanos. Ganó con claridad las últimas elecciones autonómicas, despertó grandes expectativas, pudo haber tomado la iniciativa para intentar presidir la Generalitat, pero ha cedido el protagonismo a los partidos perdedores, cuyas derrotas aspiran a sumar una victoria.

Otro es Felipe VI. El Rey tomó el toro por los cuernos con aquella alocución televisada que supuso algo así como un puñetazo en la mesa de negociación (si es que la había), para retirarse después el monarca a sus cuarteles.

Don Felipe ha seguido la evolución de los acontecimientos, lógicamente, pero no ha vuelto a referirse a ellos con la misma contundencia.

Los despropósitos reglamentarios del nuevo president del Parlament, el independentista Torrent, apenas ocultan la maniobra de propiciar una investidura irregular en la persona del fugado Puigdemont.Nombramiento que, de producirse, tendría necesariamente que firmar el Rey, como el de cualquier otro presidente autonómico. Y eso colocaría de nuevo a las altas instituciones del Estado ante una situación comprometida.

Vaya lío.