Cuando ya estoy harto de lo que va cayendo, me refugio en la última novela de Paul Auster, la aclamada 4,3,2,1. Es un tocho monumental, pero ya miro lo que me queda por leer con cierto pavor, temiendo llegar a la última página. Ojalá no se acabara nunca.

El superlibro cuenta la vida de Ferguson, un niño judío (luego joven, luego adulto) de clase media- alta, y avecindado en Nueva York o Nueva Jersey, que vive unos u otros acontecimientos en una narración no rectilinea sino zigzagueante, porque se diversifica sucesivamente o en paralelo según diversas posibilidades aleatorias. Una maravilla. Pero lo mejor es el enorme panorama que ofrece de la realidad social, política y cultural de los Estados Unidos en los años 50-60 y siguientes. Panorama que atañe no sólo a los norteamericanos sino a casi todas las personas que en ese momento habitábamos lo que solemos llamar Occidente, España incluida, la pobre y maltrecha España de Franco. Por eso, fascinado por las experiencias del tal Ferguson (en realidad una encarnación del propio Auster), he llegado enseguida a la conclusión de que sus sueños, sus emociones, sus lecturas, sus películas y su banda sonora son las mismas que las de cualquier españolito del momento. Salvando las diferencias de contexto... todo lo demás nos resultaría perfectamente identificable: los relatos de Stevenson y London, de Gide y de Tolstoi, de Joyce y Beckett... El Candido de Voltaire, el Manifiesto Comunista, los conciertos de Vivaldi, las sinfonías de Beethoven, el cine de Hollywood, las canciones de Billie Holliday, el jazz en general, ¡el rock&roll!, la rebelión juvenil, la lucha por los derechos civiles, los campus universitarios contra la guerra de Vietnam (aquí contra la dictadura)... Así he reconocido a Ferguson-Auster como un compatriota, un hermano, un camarada. Y en estos momentos tan jodidos que vivimos, he entendido, una vez más, que mi nacionalidad es una simple contingencia, una casualidad, un mero pasaporte. Por suerte, mi espíritu pertenece a muchos países.