Atrás quedaron aquellas reivindicativas furias que hicieron de pasados Pilares piedra y tijera del papel de la política, fechas rotundas y claves para la clase gobernante.

Atrás quedó la foto de José Atarés contra el río antitrasvase, rodeado de pancartas y gritos, el día en que se equivocó de bando, porque todos no pudimos equivocarnos con respecto a él. Atrás los otros bandos cancioneros, el resurgir de los cantautores, los himnos de Carbonell, las proclamas, los vítores, las condenas, la gomina de Matas, el bigote y el botijo de Aznar en la picota del pueblo. Tiempos cercanos, pero ya pretéritos.

Atrás, más atrás quedaron aún los autonómicos Pilares, cuando protestábamos por el Estatutín , o Estatutico , y en nuestro deseo latía el fervor de las nacionalidades históricas. Atrás el borsalino de Cristóbal Montes y la marcha hacia la autonomía plena de un González Triviño que no se equivocó de bando, aunque con posterioridad cometiese algún otro que lamentable error. Tiempos recientes, pero ya pasados.

Atrás quedaron las huelgas, los paros, los encierros, el sombrero de copa de Bumbury, la felina elegancia de Judith Mascó, las propinas de Emilio Estefan, el sonido de tres generaciones, de tres épocas, sus pasarelas, su fulgor.

Más atrás, mucho más atrás, allá por la prehistoria de la transición, quedó la ciudad franquista, la de las Majas de La Lonja, la de los uniformes de paseo, la de los manteos. Esas sombras tristes del pasado que en la Plaza del Pilar se cruzaban ya con los rostros del futuro emergente, con esa gente que gritaba democracia, libertad, que fumaban costo y que escuchaba a Bob Dylan. Los mismos, muchos de ellos, que llenaban las calles el día San Jorge y el día grande del Pilar para reclamar un nuevo modelo de convivencia, un lugar mejor donde desarrollarse sin trabas, sin censuras, donde poder madurar dignamente entre los cánones del respeto y la solidaridad.

Hoy, las Fiestas serán sólo eso, nada más y nada menos que eso: fiestas.

No habrá en las calles de Zaragoza sobresaltos ni pancartas capaces de aglutinar al pueblo, y nada pediremos al destino ni al gobierno, sino seguir, virgencica, así. Pues no parece que, al menos por el momento, vayamos a obedecer los pasos de nuestros amigos catalanes, a reformarnos a nosotros mismos y a erigirnos en nación. Fuimos imperio, y nación, pero de eso, de aquellos gloriosos pendones, de aquellas bizarras conquistas hace ya mucho tiempo; y tanto o más, por cierto, debe hacer de que los catalanes fueran imperio o nación, pues ni siquiera sus sabios acaban de ponerse de acuerdo en la fecha en que tal cosa sucedió. Para el nacimiento de su nación han destinado los aragoneses un silencio que derivará en indiferencia o inquina, pero dudo mucho que en entusiasmo.

No seremos nación, y pocos somos, pero no somos poco. Aragón debe ser cada día más consciente de poseer una personalidad propia, una imagen de seriedad, de amabilidad, un carácter solidario, emprendedor, activo.

¿Que suenan a tópicos?

¡Ojalá lleguen a serlo!

*Escritor y periodista