Cada vez me convenzo más de lo imprescindible que resulta la Filosofía en la formación de las personas, tanto en su dimensión individual como en su condición de ciudadanos. Probablemente haya en ello, no lo niego, algo de deformación personal, de sobrevaloración de aquello que se ama. Sin embargo, creo ponerme a salvo de ese prejuicio cuando afirmo que sin la Filosofía no es posible mirar el mundo y reconocer en él la enorme diversidad y complejidad que lo caracteriza.

Mirar el mundo no es una tarea sencilla. Nos han educado en la creencia contraria, en la idea de que basta con abrir los ojos y el resto de sentidos para tener al alcance la realidad. El mundo, desde esa perspectiva, se hace transparente a quien lo mira y solo por error se puede dar una visión distorsionada de la realidad. Nace así el par verdad/error, base de todos los dogmatismos, origen, en última instancia, de una mirada totalitaria. Lo que yo percibo, el mundo tal como me lo represento, es la realidad.

Nada más alejado de la realidad, sin embargo. Nuestra aproximación al mundo se hace desde una cultura, una educación, una sociedad, unos prejuicios, en suma, que nos caracterizan y de los que nunca podremos desprendernos al cien por cien. La tan cacareada objetividad es una pretensión vana, pues nuestra mirada siempre conservará rastros de aquello que íntimamente nos constituye. Eso que llamamos «sentido común» y que nos dicen que es característico del ser humano en abstracto es un producto histórico, consecuencia de una cultura, de una organización social.

La Filosofía, al menos una cierta Filosofía, nos hace conscientes de nuestra singularidad como sujetos, de nuestras especificidades culturales, del carácter histórico de nuestros valores. En suma, nos habla de un mundo complejo, diverso y en cambio constante. Nada de valores eternos e inmutables, nada de esencias establecidas, nada de una verdad innegociable.

Si el mundo fuera como nos quieren hacer creer, simple, de una sola pieza, evidente, con una sola respuesta para los problemas, como si de un problema matemático se tratara, no cabría más que plegarse a la verdad del mismo. E imponer esa verdad a quien, obtuso, no quiere reconocerla. Ahora bien, si partimos de la diversidad de miradas que se posan sobre el mundo, de la diferencia de intereses que lo atraviesan, de la multitud de culturas y tradiciones que lo pueblan, nos haremos cargo de que gestionar la realidad es un asunto complejo que exige ciertas actitudes por parte de los individuos.

Una primera actitud que nos exige la mirada filosófica sobre el mundo es la de la escucha del otro. Escuchar lo que el otro nos dice, conscientes de que su visión del mundo es diferente a la mía y que, en muchos casos, va a servir para enriquecer nuestra compresión de la realidad. Esto no nos lleva a un discurso melifluo de reconciliación universal, en el que a través de la escucha y el diálogo nos pondremos de acuerdo todos. No se trata de eso. Porque en la escucha también advertiremos miradas tan alejadas que no cabe más que el reconocimiento de la absoluta y radical incompatibilidad. Pero, en todo caso, la Filosofía nos enseña que la nuestra no es la única mirada lícita.

Una segunda actitud es la de la traducción. Quizá les sorprenda, pero incluso dentro del propio idioma es preciso, además de escuchar a los otros, intentar traducir lo que dicen a nuestro propio lenguaje, a nuestros propios valores. A veces decimos cosas semejantes con palabras diferentes, y a veces cosas diferentes con palabras iguales. Creemos que lo que decimos está claro, pero muchas veces es el origen de malentendidos que desembocan en abiertos conflictos. Se trata de decir, sí, pero también de escuchar y, finalmente, de intentar entender lo que se ha escuchado.

Creo que si analizamos la realidad de nuestra comunicación, y nuestra política, veremos lo alejada que se halla de esta propuesta, sobre todo la que se realiza a través de las redes sociales. Nuestro primer afán es decir, abrumar al otro con nuestros argumentos, prestando escasa atención a lo que el otro dice. Estos días, en las redes, en este clima de tensión en que nos movemos, he comprobado el escaso interés de gente que te lee en leer, en realidad, lo que escribes. De tal modo que inmediatamente, si no hay una coincidencia al cien por cien, eres expulsado al campo enemigo. Es como si hubiera la obligación de ver como el otro y, si no lo haces, te conviertes inmediatamente en sospechoso.

En fin, que la Filosofía es un instrumento imprescindible si queremos manejarnos en este mundo complejo, si queremos dar respuestas compartidas a problemas comunes. Si no queremos deslizarnos por la pendiente de la estulticia y el sectarismo a la que algunos nos empujan.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza