La controversia suscitada por el caso de la niña Andrea Lago ha asociado otra vez dignidad a muerte, muerte a autonomía del individuo, defensa de la vida a inexorabilidad de la muerte. En el debate, tan viejo como nuestra propia cultura, se entrecruzan consideraciones morales, éticas y de deontología (la de los médicos que han accedido a retirar la alimentación y sedarla); y coinciden también hondas reflexiones religiosas y laicas, y aun aquellas que forman parte de la ideología espontánea de la mayoría. Aparecen palabras como eutanasia, de difícil digestión, y otras que remiten al Código Penal. Mientras tanto, en su último refugio --en el caso de Andrea, el lecho de un hospital-- alguien agota el final de su existencia en la mayor de las indefensiones, atado a la vida gracias a los avances de la tecnología y la farmacopea; alguien vive sin vivir porque su vida no es suya sino de las máquinas que se la procuran sin otra función que poner puntos suspensivos a un relato muy próximo al punto final.

¿Qué hacer entonces? El jesuita Ignacio Ellacuría, mente lúcida que siempre hilaba fino hasta que fue silenciada por los escuadrones de la muerte de El Salvador en 1989, reflexionaba en el Centro Borja de Sant Cugat del Vallés, un día de hace más de 30 años, sobre ese laberinto de la vida y de la muerte. Hablaba sobre todo del concepto de dignidad y de los significados que incorpora dependiendo del lugar, de la cultura y del momento. Y al hacerlo se remitía a la idea misma de acabar con la vida de forma ordenada e indolora cuando se convierte en una peripecia insoportable, inasumible, inhumana. No se pronunció Ellacuría sobre cuándo cabe considerar que se violenta la dignidad; sí creo recordar --las notas de aquella jornada son ilocalizables-- que exaltó el respeto debido a la autonomía del individuo que de forma consciente y plenamente informada decide dar el último paso antes de que su condición de ser humano se degrade del todo camino de la muerte.

Cuando se trata de una menor, Andrea, en el tramo final de una enfermedad neurodegenerativa irreversible, la autonomía solo pueden ejercerla quienes hasta entonces han tutelado su existencia y han procurado su felicidad. Mencionar simplemente la patria potestad resulta insuficiente, remite a la frialdad de la ley y a su aplicación; mencionar la patria potestad es meter las emociones y los afectos en los pasillos de un juzgado. No, no es eso, porque quienes persiguieron la felicidad de la niña persiguen hoy evitarle la aniquilación de su identidad.

En el sufrimiento gratuito no hay ninguna grandeza, solo sufrimiento; hace falta alguna razón o motivo para engrandecerlo. El sufrimiento del místico es a menudo incomprensible, pero el místico es capaz de explicar su grandeza. El héroe que pierde la vida en defensa de una noble causa dignifica la muerte, aunque con frecuencia resulta inextricable dar con las pulsiones que llevan al héroe a serlo. Todas las sociedades admiran a quienes aceptan voluntariamente padecimientos extremos que obligan a una existencia precaria o conducen a la aniquilación sin remedio. Nada de esto es equiparable con la enfermedad que esclaviza a quien la sufre.

La defensa de la vida es un imperativo categórico: cada individuo es genuinamente único e irrepetible. Pero tal imperativo limita con otro imperativo categórico: preservar la identidad y la dignidad de cada individuo, permitirle llegar al último recodo del camino siendo él mismo. De lo contrario, el primero de los imperativos se convierte en un mecanismo coactivo en manos fundamentalistas, incapaces de admitir que muchos --sean o no mayoría-- no ven en la vida mayor trascendencia que poderla vivir de forma razonablemente plena, consciente, libre y autónoma. En el desenlace dramáticamente humano de Million dollar baby, la gran película de Clint Eastwood, eso es lo que cuenta cuando el entrenador desconecta a la boxeadora de la máquina que la mantiene con vida; en el gesto del entrenador también hay un imperativo moral ineludible, como lo hubo en quien ayudó a morir a Ramón Sampedro.

"Hay que aceptar que acabamos. A mí me han dado la vida, quien fuera, y he procurado hacer lo que debemos hacer todos, vivir. Pero vivir siendo quienes somos, solo así alcanzaremos el máximo nivel", declaró el escritor José Luis Sampedro con 94 años, dos antes de morir. Lo más importante para él era "vivir siendo quienes somos", no a cualquier precio, no de cualquier forma. Cuando todo depende de una máquina, de la eficacia de las medicinas, cuando la aniquilación del individuo es anterior a la muerte misma, entonces no somos quienes fuimos, dejamos de existir aunque sigamos respirando. Y en ese último capítulo de la vida de Andrea, difuminada su individualidad por la enfermedad implacable, han comprendido sus padres que llegó la hora de una serena despedida.

Periodista