Cuando, con la ternura que inspira un bebé, un escritor mece en sus manos el libro al que acaba de dar a luz, tiene entre ellas algo más, mucho más, que la narración reflejada en sus páginas. Muchas horas de soledad, de dudas y preguntas ante un folio en blanco; muchas horas para abrir vías por donde fluyan libres y elocuentes tantas y tantas ideas embarrancadas en estéril anarquía; muchas horas de trabajo incesante y, más tarde, de brega, a veces infructuosa, hasta alcanzar su edición.

Y, al final, vemos a nuestro libro ahí, a punto de cambiar de manos y reposar entre las del lector, destinatario último de todo ese cúmulo de aplicada laboriosidad que ha precedido a su nacimiento. El lector es el sempiterno cómplice que proporciona pleno sentido a la génesis de un libro, pero solo en contadas ocasiones accede a una comunicación directa con el autor; las ferias del libro constituyen una de esas insólitas oportunidades. Ahí precisamente radica el interés por mantener unos eventos, cuya trascendencia económica y éxito de ventas parecen argumento insuficiente para acreditar la ferviente querencia de autores, editores, y libreros. La recientemente celebrada Feria del Libro de Zaragoza se ha asentado en la plaza del Pilar con renovado brío y expectativas de crecimiento; ni la lluvia ni el recorte de días han podido con la ilusión y entrega de participantes y público. La feria ha sido un gran muestrario de la realidad literaria aragonesa, en la que se refleja una parsimoniosa pero también, confiemos, sólida evolución hacia el aprecio de lo nuestro, tal y como es habitual en comunidades vecinas. Además, ha sido escenario de significativas propuestas, como la plaquette editada por la Asociación Aragonesa de Escritores en pro de la igualdad de género.

*Escritora