Abismados como estamos en nuestra propia crisis, los ciudadanos occidentales, especialmente los europeos, apenas dedicamos tiempo a levantar la cabeza para intentar tener una mirada global de lo que sucede a nuestro alrededor. Alimentados en el caldo de cultivo de una sociedad que hace del individualismo, y con él del egoísmo extremo, su manera de ser, interpretamos el mundo desde la estrechísima perspectiva de nuestros intereses más particulares e inmediatos. Si a ello unimos que también se nos ha adiestrado para soluciones rápidas y simples, sin previsiones siquiera a medio plazo, se comprende que no exista un diagnóstico cabal de problemas que van a afectar directamente a nuestras vidas.

La crisis de refugiados que está viviendo Europa es un ejemplo palmario de cómo un problema muy complejo es abordado de una manera simple. Europa, a pesar de su crisis, se ha convertido en tabla de salvación de zonas próximas en Asia y África asoladas por la guerra o el hambre. Ya sea en pateras, ya a pie, en trenes, se multiplican los intentos de ciudadanos de países devastados de conseguir una cierta seguridad para ellos y para sus hijos. Vemos estos días desoladoras escenas de desesperación de gente que huye del horror hacia un lugar que creen seguro.

Ante esta situación, hay dos respuestas simples. La que, desde la buena voluntad, aboga por que Europa se abra al flujo migratorio sin restricciones. Otra que solo sabe de vallas, concertinas y represión. Ninguna resuelve el problema. La primera porque Europa no tiene capacidad para dar solución en su territorio al drama humano que viven tantos países de dos continentes. La segunda, porque la desesperación no sabe de muros infranqueables. Europa, contagiada de esa incapacidad analítica que ha transmitido a su ciudadanía, ha apostado por la segunda, eludiendo, de este modo, la evidente responsabilidad que tiene, junto con Estados Unidos, en la situación que estamos viviendo.

Occidente ha convertido el norte de África y Asia occidental en un verdadero polvorín, en el que los enfrentamientos bélicos y el terrorismo se han enseñoreado de Siria, Irak, Líbano, Libia, entre otros países. La desestabilización política es un hecho que facilita que el radicalismo islámico avance en la zona a marchas forzadas, preludiando un posible choque directo con Occidente. Por otro lado, el expolio económico que las multinacionales occidentales han generado en el África subsahariana, en alianza con la élites locales, ha empobrecido a la población de países, paradójicamente, ricos.

La política exterior de Occidente es un fracaso, tanto en su vertiente más política como en su dimensión económica. La ciega voracidad de sus intereses económicos (¿acaso no fue uno de los intereses de la administración Bush destruir las infraestructuras en Irak para que fueran reconstruidas por empresas norteamericanas, alguna de ellas vinculada directamente con altos cargos del gobierno?) y la miopía de sus análisis políticos han contribuido a convertir en inhabitable una parte del planeta cercana al paraíso europeo. Europa tiene una responsabilidad de primer orden en lo que está sucediendo. No debería hacer como si ese flujo de migrantes desesperados no tuviera que ver con sus decisiones políticas. El problema es que difícilmente quienes han generado esta situación tengan voluntad y capacidad para paliarla.

Occidente, que hizo de los derechos humanos y la democracia su bandera exterior, ha fracasado estrepitosamente. Porque esas banderas fueron meras palabras tras las que solo se escondían codicia, sangre y fuego. El camino que transitamos nos conduce, directamente, al desastre. Fanatismo religioso a un lado del Mediterráneo, derivas fascistas en la Unión Europea, un cóctel demasiado peligroso para no ser tenido en cuenta.

Poco podemos esperar de quienes hasta aquí nos han conducido. La labor de repensar las cosas no puede ceñirse solo a los estrechos límites de un país, ni siquiera de un continente. Parece que la realidad nos exige repensar el mundo.