Cuando llegó al Elíseo en mayo del 2012 tras imponerse ajustadamente a Nicolas Sarkozy, François Hollande generó mucha esperanza no solo en los franceses que le habían votado, sino en amplísimos sectores de la izquierda europea. El dirigente socialista era visto en muchos países de la UE como el único capaz de poder equilibrar las políticas de austeridad dictadas por Bruselas desde el inicio de la crisis, que tantos sacrificios supusieron -y suponen aún- para grandes capas de la población. Casi cinco años después, el balance es decepcionante: Hollande no solo no ha logrado revertir las directrices que imponen el dogma de la reducción del déficit, sino que su popularidad ha caído tanto que es consciente de que sería inútil aspirar a seguir en el Elíseo. Será la primera vez en más de medio siglo que un presidente francés en ejercicio declinará optar a la reelección.

La Francia que dejará Hollande es un país sometido a tensiones entre la tradición de un Estado y un sector público fuertes y la realidad de la liberalización de la economía a escala mundial. La reforma laboral ha sido la batalla clave de los gobiernos socialistas durante este quinquenio y ha desgastado tanto a Hollande como a su último primer ministro, Manuel Valls. A la espera de que anuncie oficialmente su candidatura, el político de origen español es el favorito para ganar las primarias del PS. Pero el rechazo que genera en el ala izquierda del partido augura tensiones en un PS muy dividido.

Valls representa la cara más dura y realista del socialismo francés, pero aun así tendrá difícil superar en la primera vuelta de las presidenciales de mayo a François Fillon, sorprendente vencedor de las primarias de la derecha y partidario de acelerar las reformas económicas que dinamicen el país. Porque lo que parece seguro es que la otra plaza de candidato en la segunda vuelta será para Marine Le Pen. En un país sacudido por el terrorismo islamista y en el que el discurso de la xenofobia encuentra eco, la dirigente ultra solo podría ser frenada entonces con la polarización del voto republicano. Las cosas han cambiado en cinco años: en el 2012 el objetivo de muchos era que ganase la izquierda; ahora, la finalidad principal es que no gane la extrema derecha. Francia vivirá un 2017 políticamente agitado y con repercusiones en toda Europa.