Sánchez iba anunciando el nombre de los ministros. Y llegó el turno de Cultura. Màxim Huerta, el escritor, pero también el colaborador del Programa de Ana Rosa. Hubo quienes le concedieron un margen de confianza. Muchos le demonizaron al instante. Sus antiguos tuits echaron más leña al fuego. Que la mayoría de sus mensajes tuiteros respondieran a la exaltación de una gala nocturna o a una retransmisión loca de Eurovisión no se tuvo en cuenta. Si hablaba de las tetas de Ana Rosa delataba su sexismo, aunque ella fuera su amiga. Si hablaba de la cantidad de gais en Eurovisión, era homófobo, a pesar de su homosexualidad. Al fin, lo que resultaba más imperdonable era su frivolidad. ¿Está la cultura reñida con la frivolidad? No tiene por qué. Resucitemos a Oscar Wilde, pongámosle un móvil en la mano, una cuenta de Twitter y los pilares de las esencias temblarán. Un «príncipe de la frivolidad esnob», lo definió Francisco Umbral. «Un ingenioso que casi siempre tenía razón», según Jorge Luis Borges. Al fin, un genio. Aunque quizá él nunca lo supo. Nosotros tampoco sabremos cómo hubiera ejercido Huerta su ejercicio ministerial. Qué escondía su aparente frivolidad. En unos días en que triunfan los youtubers, los influencers y las letras más ligeras, Huerta podía haber rescatado a la cultura de su torre de cristal y crear una suerte de puente levadizo con los que arrugan la nariz ante todo lo que suene a profundo. Nunca lo sabremos. Porque Huerta se pasó de frívolo al trivializar sus cuitas con Hacienda. Ha dejado un legado: en España también se puede dimitir sin arrastrarse por el lodo durante semanas. H *Escritora