Ahora que Marichalar se perfilaba como el yerno bueno frente a los tejemanejes de su cuñado, sobreviene la perdigonada. El primogénito del exduque, conocido como Froilán, hacía prácticas de tiro en la finca familiar cuando se le disparó contra el pie una escopeta que no pintaba nada en las manos de un niño; las pistolas es lo que tienen. Aunque todo se ha quedado en un susto, es inevitable que el incidente traiga a la memoria la tragedia que protagonizó su abuelo en el exilio de Villa Giralda (Estoril) mientras manipulaba un arma: el hermano pequeño del Rey falleció por un disparo accidental. Y los hechos sucedieron también en Semana Santa, la de 1956. A veces sobrecogen los bucles que teje la fatalidad en el tiempo.

España es un país de monterías. Al menos entre cierta clase social, entre una aristocracia casposa que no afina el tiro. Unos amigos me han recordado el plomazo que se llevó en las posaderas Carmencita, la única hija del general Franco, de manos de Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, durante un ojeo de perdices en un coto de Ciudad Real en 1964. La jocosidad del incidente --"¡quién no sepa cazar, que no venga!", espetó el dictador en mitad del follón-- inspiró a Berlanga La escopeta nacional, ácido retrato costumbrista del tardofranquismo. Para acabar de rizar el rizo, el director valenciano fichó al nieto mayor del Caudillo como asesor cinegético durante el rodaje y, años después, un hijo de ese mismo nietísimo mató de un disparo fortuito a un compañero de caza. En ciertas épocas, no queda otro remedio que abrazar el sarcasmo como antídoto contra el llanto. Los trapicheos de Urdangarín, más la bala perdida de Froilán, el maremoto de recortes y la posibilidad de que un puñado de parados acabe cultivando marihuana en Rasquera o haciendo de crupier en el macrogarito de míster Sheldon conforman una sopa muy completa. A Berlanga y Azcona les sobraría pringue para filmar La escopeta nacional II.