En mi pueblo, cruzabas el río y estabas en Cataluña. En verano nos íbamos a bañar allí. Había algunos amigos que tenían su casa al otro lado. El campo de fútbol estaba en la parte catalana, como la abandonada estación de ferrocarril. Uno de los huertos de mi familia florecía en Cataluña. La mitad de mi familia ha estado siempre ahí. Los veranos de mi infancia no los puedo entender sin las fiestas de Arnes, el pueblo de mi padre. Antes de las fiestas íbamos a comprarnos ropa a Tortosa. También nos desplazábamos hasta allí para ir al médico.

Fui a la Universidad Autónoma de Barcelona. Mi primera novia fue catalana. Hablo catalán. Mi hermano jugó al fútbol en el equipo de Horta de Sant Juan. Siempre hemos ido y venido, sin darnos cuenta de que cambiábamos de territorio.

Cuando vives en la frontera no hay fronteras posibles. Ir a Cataluña era como estar en casa. Iba al cine de Arnes los domingos por la tarde y mi abuela me daba 100 pesetas. En otoño recogíamos las almendras y las avellanas en una finca que está en Arnes. El vínculo fue siempre fuerte. Nos pertenecíamos los unos a los otros. No había banderas, ni se hablaba de independencia. Nos sentíamos iguales. Nunca se habló de política, al menos no en serio. En las últimas fiestas de mi pueblo, en la clásica comida familiar se habló del procés. La discusión —nada acalorada— terminó en un silencio terco. Luego nos fuimos a las vaquillas. Sentí, por primera vez, que se había abierto una frontera.

*Periodista