Cada aniversario del 15-M reproduce la discusión sobre lo que aquello fue y lo que sigue siendo. El paso del tiempo permite a los viciosos del debate político reorientar sus enfoques, introducir nuevos matices y reinventar puntos de vista. De ahí que quienes entonces dijeron que en las plazas se cocía un guiso subversivo, una apoteosis momentánea y sin contenido, una insensatez o incluso una invención del maquiavélico Rubalcaba, ahora alaban la intención regeneradora de los indignados y aprovechan para acusar a Podemos de traicionar las ilusiones nacidas en acampadas y asambleas.

El 15-M nos sorprendió a todos (como luego lo hizo la espectacular irrupción de Podemos en las últimas europeas, que tan lejanas nos parecen hoy). Algunos vimos en aquel fenómeno cien por cien político la escuela de los nuevos cuadros y dirigentes, el escenario donde cientos de jóvenes tomaban la palabra en público por primera vez en su vida (como cuarenta años atrás lo había hecho mi generación en ilegales asambleas obreras o estudiantiles). Ya entonces era fácil deducir que, si el quincemayismo llegaba a las instituciones (como era normal que ocurriese), lo haría formando organizaciones útiles y en cierta forma convencionales. Entonces serían una vez más los profesionales de las izquierdas (leninistas, troskistas, toninegristas y alternativos en general) quienes manejarían los nuevos aparatos, cruzarían votos en las elecciones internas y captarían para sí a los neófitos. Porque suponer la emergencia de un (nunca visto) paradigma orgánico e ideológico plural, no sectario, heterodoxo, creativo y flexible era mucho suponer.

Pese a todo, el 15-M, con sus buenas y difusas intenciones, sus aspiraciones renovadoras, su alusión a los ideales democráticos y su enternecedora ingenuidad ha marcado y marca el momento actual, ha roto la rutina de la Transición y ha obligado a los políticos convencionales a modificar su lenguaje, e incluso a fingir que son lo que no quieren ser. Eso, de momento. Porque en cada año... hay un mes de mayo.