La Institución Fernando el Católico acaba de reeditar De Las armas a Montemolín, una de las mejores novelas de Gabriel García Badell, y a él, tan poco fernandino, nada institucional y raramente católico, le habría gustado.

Badell se fue demasiado pronto, a mitad de los noventa, tras demostrar con creces su talento literario, que nunca fue realmente reconocido por los críticos y tampoco por los intelectuales de la época.

Actualmente, sigue sin ser debidamente leído y comprendido. Cada vez que repaso un nuevo estudio, de los pocos que se le dedican, me da la impresión de que se aleja.

Para mí, sigue estando muy cerca. Como narrador, si de escritores aragoneses hablamos, Ramón J Sender y él siguen destacando sobre otros autores que han intentado utilizar escenarios como las ciudades de Zaragoza y Huesca, o el Pirineo, habituales en la atmósfera badelliana. Su profundidad, su inquietud existencialista por el sentido y la trascendencia, la religión, la soledad, el poder, convertían esos decorados, en su mano, en telones de fondo de seres entretenidos, ingeniosos y atormentados: sus personajes.

La Zaragoza de Badell, tejida por sueños de retropía e ínfulas de funcionarios franquistas, no es una reliquia. Aquellos 70, con su burguesía de bigotito y sus revolucionarios de papel están de plena vigencia. Ha cambiado el marco político, cierto, el aspecto de la capital del Ebro, también, pero los tipos reflejados por Badell son los mismos individuos mediocres y alunados, a la deriva por el casco viejo, y en la vida, mientras el amor, el conocimiento y el tiempo pasaban y pasan a su lado sin tocarlos. Aquellos individuos, padres de los actuales, que Badell me presentaba de Las armas a Montemolín, en la vieja taberna del Tío Faustino, donde escribía en una mesa que rezumaba vino de Cariñena y queso picón y donde hablábamos de Kafka, de Heidegger y Faulkner hasta que Edith Dufour venía a rescatarnos... Aquel Badell brillante y rabioso, hundido y lúcido no fue jamás condecorado por la opinión pública, por los críticos, por los intelectuales, por el Premio Nadal, que ganaba cualquier escribano, pero perdura en la memoria de los que disfrutamos de su genio y en novelas como la póstuma Saturnalia, que tuve el honor de editarle.

Su literatura respira hoy mejor que nunca.