El enorme escándalo de la Comunidad de Madrid, con varios de sus protagonistas inhabilitados, encarcelados, dimitidos, denunciados, con cantidades millonarias de enigmático paradero y con un nuevo follón, el de la Ciudad de la Justicia, en la mesa del fiscal, avergüenza a cualquier demócrata.

Ese Madrid compuesto aún por la escoria franquista infltrada en el PP, hijos y nietos, o herederos ideológicos del régimen dictatorial mantiene incólumes sus principios de amor al dinero y al poder, invadiendo la administración pública con destino al lucro familiar y de clase. Dentro de esta filosofía de depravación y rapiña, las hienas se reparten el botín a dentelladas, atacándose, mordiéndose unas a otras hasta hacer sangre en la opinión pública y publicada.

Cristina Cifuentes venía a remediar esa endémica situación, a acabar con los clanes de Gallardón, Aguirre, González, a tolerar cero, nada, la corrupción, pero la pestilencia de las cloacas madrileñas la ha ahogado en un pozo irrespirable de odio y venganza, con el espionaje, la amenaza y el chantaje como únicas vías de relación con sus compañeros de partido.

Y, sin embargo, Cifuentes, aunque ha sido maltratatada a la siciliana, no es un gánster, o un capo, pues no encabeza banda ni organización. Actuaba en solitario, animada por su amor al poder y, sobre todo, a sí misma. Un narcisismo patológico que se traslucía en su coqueteo con la cámara, en sus mejoras quirúrgicas y en un vestuario propio de una actriz, a conjunto diario, en clara discrepancia, por ejemplo, con la discreción de una Angela Merkel o una Theresa May que, con mucho más poder que doña Cristina, van a gobernar con el blusón de trabajo. En esa actuación on line de su papel presidencial, con el público apresado en su vertiginoso melodrama, con magníficos personajes, todos corruptos, Cifuentes luchaba capítulo a capítulo por mantener el share de la audiencia sin conocer el desenlace. Tampoco lo conocía el guionista principal, Mariano Rajoy, superado siempre por los acontecimientos, y más solo que la una en Madrid, donde no tiene delfín, no es querido por los gatos, los madrileños de siempre, de antes, por Aznar, y pueden que lo echen a los perros. Porque las hienas siguen ahí, en la oscuridad, escudriñando vídeos, corrompiendo voluntades, vigilando el botín para que no caiga en manos de los rojos, no sea que se aficionen también a repartírselo.