Hace unos meses, leía unas declaraciones del actual máximo responsable del PSOE en Aragón, Javier Lambán, quien planteaba como tarea para su partido la de recuperar los valores éticos del 82. Inmediatamente me vino a la cabeza aquel 82, en el que asistí, como estudiante de último curso de secundaria, al triunfo del PSOE de Felipe González. Un triunfo que sentí como realmente propio, hasta el punto de que escribí a una amiga italiana: "Hemos ganado". El triunfo del PSOE en 1982 llenó de felicidad a mucha gente que no era del PSOE, que ni siquiera les había votado, pero que entendió que ese triunfo podía suponer un verdadero cambio para el país, el definitivo alejamiento de las sombras de la dictadura. Así lo vivimos en mi casa, con una amplia sonrisa de esperanza. Yo, que, de haber podido votar, hubiera inaugurado mi larga lista de derrotas electorales eligiendo la papeleta del PCE, me sentí dichoso con el triunfo de Felipe.

A partir de ahí, la decepción, la más profunda de las decepciones. La decepción de quien se siente abiertamente traicionado en sus esperanzas, de quien ve, con estupor, cómo se desvanece todo lo que había imaginado. Desde aquel tramposo referéndum de la OTAN, donde González (lo siento, para mí dejó de ser Felipe hace mucho, mucho tiempo) mostró todas sus dotes de manipulación y chantaje, hasta la corrupción galopante que se instaló en los aledaños del poder socialista, pasando por una política económica de cuño neoliberal, que provocó cuatro huelgas generales, o por la vinculación de altos dirigentes del PSOE con el terrorismo de los GAL, nada se asemejaba a lo que se había prometido.

Por eso, cuando leía a Lambán plantear como hoja de ruta para el PSOE retornar a los valores éticos del 82, solo podía pensar en muy mala memoria o en muy mala fe. Desde un punto de vista ético, el PSOE alcanza sus niveles más bajos, precisamente, con Felipe González. Es más, creo que, si bien es criticable desde muchísimos aspectos, a Zapatero debe reconocérsele el esfuerzo, al menos inicial, para romper con esa herencia cenagosa. A pesar del fiasco que ha supuesto el gobierno de Zapatero, quizá, precisamente, por no tener el suficiente valor para romper con decisión con el pasado de su partido, sin embargo sí que puede reconocérsele una cierta posición ética que le aleja de la senda que inició González. La reaparición de la vieja guardia al final de la etapa de Zapatero fue el indicio claro de que este había tirado la toalla.

VER PONTIFICAR a González, en el acto que le organizó el PSOE para conmemorar el aniversario del triunfo del 82, parecía una broma de mal gusto. ¿Realmente puede ser referente de alguna izquierda este nuevo millonario que ha conseguido enriquecerse gracias a los contactos gestados en su época de gobernante? ¿Puede hablar de socialismo, siquiera de justicia social, alguien a sueldo del capital? ¿No encuentra el socialismo español, el de Chacón y Rubalcaba, otra figura a la que abrazarse?

González inaugura la época del descrédito de la política. Suárez desempeñó, con notable dignidad, la tarea de leve transición que se le había encargado. González, con su práctica política, provoca una distancia insalvable entre la ética y la política. Y, al hacerlo, presuntamente, desde la izquierda, convierte a la izquierda, a los ojos de la ciudadanía, en cómplice de un sistema que cada vez aleja más a esa ciudadanía de una politica a la que ve como mentirosa y solo atenta al medro personal. Desde esa perspectiva, desde la de la izquierda, González no solo no supone un modelo, sino un lastre tremendamente pernicioso.

Y Felipe se convirtió en González. Ese Felipe de verbo arrebatador, de gran inteligencia política, el que nos subyugó en los primeros 80, dejó paso, en muy poco tiempo, al González defensor de una razón de Estado que le llevó a tejer alianzas con los poderes más reaccionarios, en el ámbito internacional y nacional. Para algunos, González, lejos de ser un ejemplo, es la contraimagen de aquello que la izquierda debe representar. No solo no le damos las gracias, sino que le reprochamos, por las esperanzas que habíamos depositado en él, que dilapidara la confianza que muchísimos le habíamos otorgado. Porque confiamos en él, la decepción fue mayúscula.

El que esto suscribe ha defendido, haciendo de tripas corazón, los pactos entre el PSOE e IU allí donde los números daban para frenar al PP. Y los he defendido desde el realismo de los números, pero también desde el deseo de que algo se moviera en el PSOE, de que la izquierda que en él pueda anidar diera señales de vida. El fantasma de González sirve, de momento, para exorcizar cualquier esperanza.