Uno de los aspectos que más me ha sorprendido en relación al proyecto empresarial de Gran Scala es la fuerza con la que se ha introducido en el debate cotidiano, en las conversaciones en el trabajo, entre amigos, con la familia. Y en esos casos, ya va siendo habitual que, tarde o temprano, alguno de los contertulios te asalte con la pregunta: "¿pero, tú, estás a favor o en contra?" He de reconocer que, hasta el momento, mi respuesta ha sido siempre la misma: "pues, según cómo".

Y es que, a día de hoy, lo único que sabemos es que se trata de un proyecto que si algún calificativo merece es el de desbordante. Los datos sobre capital a invertir, trabajadores a emplear, superficie a urbanizar, casinos, centros de ocio, hoteles a construir, etc. hacen muy difícil que cualquier ciudadano medio (entre los cuales me ubico) se pueda ni siquiera hacer una idea de la magnitud de la empresa a la que nos enfrentamos. Una única iniciativa que excede sobremanera cualquier otra que haya podido haber nunca en Aragón.

Hasta el momento, el proyecto ha sido gestionado de forma discreta por nuestros gobernantes y, según nos dicen, en ello ha residido en gran medida el acierto de que al final, sus impulsores, se hayan decidido por realizar la inversión en nuestra Comunidad. Sin embargo, esa discreción, que a lo mejor era necesaria, incluso imprescindible, ha conllevado una serie de efectos perversos que no pueden dejarse de lado. Quizás el más trascendente de ellos es que se están articulando en la sociedad una serie de respuestas, tanto a favor como en contra del proyecto, que cada vez están alcanzado mayor fuerza y vigor. Estas respuestas, en general, pueden calificarse como precipitadas, pues no disponemos de la información suficiente para poder armar un argumento y un juicio definitivo sobre lo que será y representará Gran Scala en nuestra Comunidad. Y es que nos faltan datos y, mientras no se complete la información, es muy difícil desmarcarse de la respuesta lacónica y tibia que representa el "pues, según" y tomar partido por una u otra opción.

Pero los ciudadanos tenemos derecho a poder tomar partido y expresar nuestra opinión en torno a un asunto que parece tendrá gran trascendencia para nuestro propio futuro. Por lo tanto, antes de tomar una decisión política definitiva respecto al proyecto de Gran Scala, es preciso que se nos proporcione la información suficiente para que nos podamos formar un juicio de valor en torno al mismo. Este aspecto es un requisito imprescindible de cualquier proceso democrático de participación.

Sin embargo, una vez esté a disposición pública esa información de forma accesible y asimilable para la mayoría, no estará solucionado el problema, pues será el momento de abrir un debate ciudadano en torno a la cuestión, debate que tendrá una dimensión formal, a través de los medios que establezcan nuestros representantes políticos, pero que sin duda tendrá una dimensión informal, como se está pudiendo comprobar ya en las interacciones y conversaciones en las que tomamos parte. Y en ese momento deberán establecerse unos patrones claros y compartidos acerca de los elementos que habrán de ser tomados en consideración para ayudar a formar un juicio sobre el proyecto. Aunque todas las opiniones son válidas, las decisiones colectivas, los procesos de consenso, no deben ampararse exclusivamente en un acuerdo entre facciones que representan intereses contrapuestos. Ni tampoco se pueden dejar llevar por el miedo al cambio o por previsiones de todo tipo (catastrofistas y triunfalistas) que se vierten de forma demagógica. Sin olvidar los intereses particulares presentes en el debate, el criterio que más fuerza debe alcanzar en este proceso de toma de decisión es el bien común y el interés colectivo.

Pero definir el bien común tampoco es una tarea sencilla. Defender que lo que decidan las Cortes de Aragón representa, per sé, el interés general, no deja de ser una táctica peligrosa, pues significa hurtar del debate público un tema totalmente novedoso, de gran trascendencia, que nos implica a todos y que, recordemos, no ha sido objeto de confrontación ni sometido a valoración en ninguna consulta popular, pues se lanzó a la arena pública justo después de las elecciones autonómicas de mayo pasado. Por lo tanto, nuestros representantes tienen la obligación, más que en ningún otro caso, de abrir ese debate público y de establecer los criterios compartidos que deben formar parte de ese horizonte que representa el bien común.

Bien común que en la era de la globalización ha ensanchado extraordinariamente sus límites, pues ahora sabemos que cualquier acción, y especialmente una de tanta envergadura, se dé donde se dé, tiene efectos que se extienden más allá de los territorios aledaños y de las generaciones actuales. Por lo tanto, hay un criterio prioritario que debe tomarse en consideración por todos los participantes en el debate sobre el proyecto de Gran Scala desde la perspectiva del bien común: la sostenibilidad. La sostenibilidad no nos habla exclusivamente de la adopción de posturas sensibles hacia el medio ambiente, sino que abarca igualmente a las dimensiones económica y social. Un proyecto sostenible es aquel que, garantizando la pervivencia de las generaciones actuales, no hipoteca la de las generaciones futuras. Y precisamente, en esa tensión es donde nos vemos en la obligación de encontrar un difícil equilibrio, que en ningún caso puede primar "exclusivamente" uno de los polos. Por otra parte, Gran Scala tendrá una incidencia que sin duda sobrepasará los límites de los municipios donde se instale, por lo que el debate y la información debería ampliarse en círculos concéntricos, partiendo del lugar privilegiado que deben tener los territorios y personas directamente afectados, pero extendiéndose en momentos posteriores al conjunto la comarca, de la provincia, de la Comunidad Autónoma, etc.

Sociólogo