Si te mueres y el Telediario te dedica más de veinte minutos, es que algo notorio has hecho en la vida. En el caso de Cayetana Fitz-James Stuart, no han faltado ni faltarán quienes hablen de ella como una figura irrepetible en la reciente historia de nuestro país. Seguramente será así. Pero más allá de análisis casi hagiográficos y de la, por otra parte, enorme pérdida que su desaparición supone para la voraz prensa del corazón, la marcha de la duquesa de Alba nos ha recordado al vulgo la cuestionable pervivencia en el tiempo de un selecto y afortunado grupo de personas, que se elevan sobre los demás en razón de sus títulos nobiliarios. Cayetana de Alba era acreedora a una cincuentena de ellos y deja una jugosa herencia, valorada en casi 3.000 millones de euros. Su posición social y la de otros cientos de aristócratas españoles invita a recordar que, desde luego, no todos somos iguales, aunque en tal circunstancia solo influya el aleatorio sino de nacer en una familia y no en otra. Un anacronismo casi tan gordo como el del teniente general Rafael Comas y su deseo de recuperar el servicio militar obligatorio. Afortunadamente, hace ya años que esto último dejó de existir y hace también años que a los nobles no les ampara ningún privilegio legal, pese a su condición de duques, marqueses, condes, barones, señores o caballeros. Cayetana de Alba ha fallecido siendo Grande de España. Una pena, sin duda. Pero ya se sabe que la grandeza es otra cosa. Aunque pocas veces salga en el Telediario.

Periodista